El Salvador no es patio trasero ni delantero de ningún país, tampoco es propiedad privada de una familia y sus allegados. El patrioterismo presidencial no logra esconder esta escandalosa realidad. El presidente Bukele rechaza que el país sea patio de las potencias extranjeras, pero obvia que su grupo familiar y sus socios lo han convertido en su propiedad privada. Y como toda propiedad privada, han levantado una cerca para impedir el ingreso de indeseables como Estados Unidos y la Unión Europea, han intensificado la vigilancia interior con tecnología sofisticada para retener su dominación y la expolian con la mentalidad liberal tradicional, según la cual los recursos son inagotables y el progreso ilimitado.
De esa manera, los dueños de la propiedad han secuestrado la voz de sus habitantes. El pueblo perdió su voz para expresar sus pareceres, para manifestar sus desacuerdos y para reclamar sus derechos civiles y políticos. La delegación que las urnas entregaron a Bukele para gobernar con el criterio del bien común ha sido transformada en derecho para hacer antojadizamente en nombre de un pueblo que no es consultado ni escuchado. Solo le está permitido aplaudir mecánicamente. Los diputados, en teoría representantes del pueblo, que dicen legislar para su bienestar, solo representan a Bukele y legislan para él, ya que le deben el escaño y sus prebendas. Una creciente mayoría de magistrados y jueces administra justicia según los dictados de Casa Presidencial. El pueblo no debe esperar la justicia debida, porque esta solo es concedida con la venia presidencial.
El pueblo eligió presidente a Bukele y eligió también a los diputados, y una mayoría significativa de la ciudadanía, seducida por la promesa de portentos nunca vistos, celebra que gobiernen el país como propiedad privada. Su dueño desea que crea que la llevará al bienestar y la felicidad. Tal como han cantado las comunidades cristianas en estos días de beatificación de cuatro mártires salvadoreños, “nosotros pensábamos que era la verdad”. Por eso, las palabras del cardenal Rosa, quien señaló, en su homilía, que los acuerdos de 1992 indican el camino por recorrer y que, por tanto, es necesario recuperar su espíritu, cayeron como balde de agua fría en la nutrida representación gubernamental. La reacción de sus seguidores fue instantánea.
El oficialismo desea que los pastores contribuyan a mantener a la ciudadanía callada, pasiva y resignada con su suerte, que cambiará cuando el mundo prometido se materialice. Sin embargo, la proclamación de los mártires anunció lo contrario, tal como continúa el canto: “Vino tu palabra y nos hizo cambiar”, en referencia a los padres Rutilio Grande y Cosme Spessotto, a Mons. Romero y a muchos otros. La palabra que portaban despertó las conciencias, iluminó los entendimientos y desató las lenguas paralizadas por la opresión y el terror estatal. El oficialismo teme esa palabra, que amenaza con anunciar otra vez que el destino del país debe ser decidido por el pueblo, no por intermediarios. Mucho menos por quienes lo han privatizado.
El P. Grande, en concreto, se negó a desempeñar el papel tradicional atribuido al pastor, porque el Evangelio no tolera la opresión. Su rebeldía fue castigada con el asesinato, ejecutado por un escuadrón de la muerte de la Guardia Nacional. El orden oligárquico y militar le exigía predicar “un Cristo mudo y sin boca, para pasearlo por las calles. Un Cristo con un bozal en la boca. Un Cristo fabricado a nuestro antojo y según nuestros mezquinos intereses”. Pero él hizo lo contrario. Se desvivió para que los campesinos de Aguilares no fueran seguidores de tradiciones muertas, la de los “meros enterradores y sepultureros”, que cada año pasean imágenes de madera, sino verdaderos adoradores del Dios vivo, presente en cada ser humano.
El pintor de El Paisnal que lo ha representado como un campesino más, en medio de sus dos acompañantes en el martirio, ha conjugado expresivamente el pasado y el presente. En el bolsillo de su camisa asoma la Constitución, atravesada por una bala. En San José de la Montaña, el beato explicaba a los jóvenes seminaristas los derechos y deberes constitucionales del pueblo salvadoreño. Luego, en Aguilares, en sus homilías más proféticas, cuando denunciaba cómo los poderosos violaban la Constitución, “los caínes” los llamaba, sacaba a relucir el ejemplar que le había regalado el coronel presidente, el 6 de agosto de 1970, después de su homilía sobre la falta de transfiguración por causa de la desunión y de la opresión reinantes.
Mientras en San Salvador se proclamaban los cuatro mártires, en el otro extremo del planeta, el presidente Bukele se disfrazaba en Twitter de empleado de McDonald’s para anunciar la abrupta caída del bitcóin. Mientras el oficialismo se revolvía incómodo en El Salvador del Mundo, amplios sectores populares cristianos se regocijaban con la exaltación de los mártires. La ceremonia fue profética. Inquietó a quienes temen a la palabra creadora de vida, pero alegró a quienes tienen su esperanza puesta en ella.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.