La guerra contra la corrupción avanza despacio. Muy poca corrupción ha identificado el expresidente reelecto desde la dramática declaración de hostilidades, en junio del año pasado. Bukele espera que esta nueva guerra sea tan exitosa como “nuestra guerra contra las pandillas”. Pero esta no es una guerra sin cuartel. Si fuera como la de las pandillas, ya tendría a centenares de funcionarios, incluidos militares y policías, tras las rejas, acusados de corrupción. Los corruptos no son perseguidos con la misma agresividad e inclemencia que las pandillas. No puede ser de otra manera. Se trata de sus colaboradores, desde los más cercanos hasta los esbirros de la represión, que recorren los vecindarios populares en busca de alguien a quien despojar.
La nueva guerra salió a la luz a raíz de la caída en desgracia del comisionado presidencial de proyectos estratégicos y su segundo. Estos colaboradores cayeron no por extorsionar a personas y empresas interesadas en desarrollar dichos proyectos, sino por algo que no fue del agrado del expresidente reelecto o porque ofendieron a alguien cercano a este. Otra comisionada presidencial, cuya corrupción es pública, permanece confortablemente en el cargo. Lo mismo otros altos funcionarios. Todos ellos seguirán gozando de la protección presidencial mientras sean dóciles a los dictados de los hermanos Bukele y su círculo.
Si la guerra contra la corrupción tuviera la misma contundencia que la librada contra las pandillas, Casa Presidencial habría habilitado un canal para recibir denuncias. En vez de ello, oculta la información sobre casi todas sus actividades. La denuncia ciudadana no le interesa, porque Bukele y sus cofrades deciden quién se queda y quién es lanzado fuera con escarnio. Tampoco acepta las denuncias de la prensa nacional e internacional, que realiza una labor encomiable al investigar y denunciar la corrupción gubernamental. Los periodistas han sorteado toda clase de obstáculos, incluidos señalamientos infundados, amenazas y acoso. Ni siquiera toma nota de las denuncias de Washington. En buena medida, porque el Gobierno de Biden no presiona, pese a tener pleno conocimiento de la proliferación de los corruptos y su influjo en la persistente corriente migratoria hacia el norte. Estados Unidos ha optado por la estabilidad, a sabiendas que se trata de una dictadura.
El éxito de cualquier guerra depende, en buena medida, de la colaboración activa de la población, tanto en el frente como en la retaguardia. Bukele prescinde de la ciudadanía porque teme una avalancha de denuncias que ponga en evidencia la podredumbre de su gestión. La guerra contra la corrupción es controlada, no es general. Solo incluye a funcionarios díscolos. El comisionado presidencial de proyectos estratégicos y su segundo no son los primeros en caer, pero tardaron en ser descartados. Los siguientes tardarán más aún. La guerra contra la corrupción es una guerra de mentiras.
Si fuera real, Bukele podría comenzar con una limpieza general del ejército, la policía y los funcionarios de alto rango, los que detentan más poder y, por tanto, los más corruptos. No lo hará, porque crearía entre sus incondicionales un malestar que pondría en peligro su propia sobrevivencia. Poco duraría la primera reelección. No sería nada extraño que los defenestrados por corrupción cayeran en la tentación de contar lo que saben de las andanzas de sus jefes inmediatos. La información comenzaría a rodar y adquiriría volumen como si se tratara de una bola de nieve. Las denuncias se multiplicarían en la medida en que arreciera la persecución. Más práctico es no revolver unas aguas fétidas, que podrían transformarse en una marejada que arrastrase a la cúpula de los hermanos Bukele.
El Dios cristiano no tiene ningún papel en esta guerra ni en ninguna otra. No es un Dios guerrero ni está por las guerras, sino por el diálogo, el consenso y la convivencia, basadas en la verdad, el derecho y la justicia. Invocarlo en este contexto es usar su nombre en vano, algo condenado por el segundo mandamiento. Bukele es el único que señala el blanco contra quien sus fiscales dirigen sus acusaciones. Encontrar las pruebas incriminatorias es secundario y relativamente fácil, porque la corrupción, la falsedad y la mentira son prácticas comunes en los círculos gubernamentales.
El éxito de esta aventura no depende del Dios cristiano, sino de la voluntad de Bukele. Sin duda, en los casos más cercanos a su círculo íntimo, los más escandalosos. En los otros casos, depende de los jefes. Sin embargo, la conveniencia de todos, porque casi todos están implicados de una u otra forma, recomienda tolerar, encubrir y mentir abiertamente.
Los corruptos pueden dormir tranquilos mientras sean dóciles y no disgusten a Bukele. La guerra contra la corrupción es una farsa más, muy conveniente para deshacerse de los indeseables y, de paso, presentar las manos limpias de un cuerpo putrefacto.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.