¿Por qué la Compañía de Jesús entró en el terreno de la educación superior? Para el ex superior general de los jesuitas, Peter Hans Kolvenbach, la razón no la encontraremos directamente en la vida de Ignacio de Loyola, sino en su misión, en su disponibilidad apostólica para asumir cualquier ministerio que exija la misión. Explica que hubo que esperar hasta fines del siglo XVI para que, después de una prolija encuesta, el jesuita español Diego de Ledesma presentara las cuatro razones por las que la Compañía se dedica a la educación superior. Peter Hans las reseña y actualiza en los siguientes términos.
El primer motivo de Ledesma es "facilitar a los estudiantes los medios que necesitan para desenvolverse en la vida". Cuatro siglos más tarde, se expresa de la siguiente manera: "La educación jesuita es eminentemente práctica, y pretende proporcionar a los estudiantes el conocimiento y las destrezas necesarias para sobresalir en cualquier terreno que escojan". La segunda razón es "contribuir al recto gobierno de los asuntos públicos". Esta breve frase se convierte en 1998 en lo siguiente: "La educación jesuita no es meramente práctica, sino que dice relación con la cuestión de los valores, educando hombres y mujeres para que lleguen a ser buenos ciudadanos y buenos dirigentes, preocupados por el bien común y capaces de poner su educación al servicio de la fe y la promoción de la justicia".
La tercera, "dar ornato, esplendor y perfección a la naturaleza racional del ser humano". Por último, Ledesma subraya cómo toda la educación superior se encamina hacia Dios, como "baluarte de la religión que conduce al hombre con más facilidad y seguridad al cumplimiento de su último fin". Con un lenguaje un poco más inclusivo y una actitud más dialogal, la versión moderna de esta declaración dice: "La educación jesuita enfoca claramente todo su quehacer en la perspectiva cristiana de la persona humana como criatura de Dios, cuyo último destino está más allá de lo humano".
Para el padre Kolvenbach, las cuatro razones de la primera Compañía reflejan en distintos grados la responsabilidad de una universidad frente a la sociedad en la que está inmersa, expresan el vínculo necesario entre la vida académica y la sociedad humana, confirman el principio de que la universidad no es para sí misma, sino para la sociedad; condensan las finalidades últimas de la educación jesuita: utilidad, justicia, humanidad y fe. Kolvenbach comenta que el sentido profundo de este vínculo entre universidad y sociedad "lo dio el testimonio de Ignacio Ellacuría y sus compañeros, asesinados en la UCA de El Salvador, que con su vida demostraron la seriedad del compromiso de ellos y de su universidad con la sociedad". Y confirma "que cualquiera que sea el contexto, la universidad debe sentirse interpelada por la sociedad, y la universidad debe interpelar a la sociedad".
Sin duda, uno de los principales legados del padre Ellacuría tiene que ver con su aporte teórico y práctico en torno a un nuevo modo de ser y quehacer universitario, desde la tradición jesuita y desde los desafíos de la propia realidad. Cuando la Universidad de Santa Clara (California) le otorgó un doctorado honoris causa, pronunció un discurso en el que plasmó los rasgos esenciales de lo que a su juicio deberían ser la visión y misión universitarias. Enfatizó que el punto de arranque viene dado por una doble consideración. "La primera y más evidente, que la universidad tiene que ver con la cultura, con el saber, con un determinado ejercicio de la racionalidad intelectual. La segunda ya no es tan evidente y común, que la universidad es una realidad social y una fuerza social, marcada históricamente por lo que es la sociedad en la que vive y destinada a iluminar y transformar, como fuerza social que es, esa realidad".
Señaló que servir universitariamente a la iluminación transformadora de la realidad social supone ser regidos por la realidad histórica. Y puntualizó que el análisis intelectual encuentra que la realidad de El Salvador y del Tercer Mundo "se caracteriza por el predominio efectivo de la falsedad sobre la verdad, de la injusticia sobre la justicia, de la opresión sobre la libertad, de la indigencia sobre la abundancia, en definitiva, del mal sobre el bien". En esas circunstancias, planteó que el quehacer universitario, desde un planteamiento ético, debe consistir en "hacer lo posible para que el bien domine sobre el mal, la libertad sobre la opresión, la justicia sobre la injusticia, la verdad sobre la falsedad, el amor sobre el odio". Explicó, además, que "sin este compromiso y sin esta decisión no comprenderemos la validez de la universidad y, menos aún, la validez de una universidad de inspiración cristiana".
A propósito de esto último Ellacuría, acotó que una universidad de inspiración cristiana debe enfocar toda su actividad desde el horizonte iluminador de lo que significa una opción preferencial por los pobres. Para él, esto significa "que la universidad debe encarnarse entre los pobres intelectualmente, para hacer ciencia de los que no tienen voz, el respaldo intelectual de los que, en su realidad misma, tienen la verdad y la razón, aunque sea a veces a modo de despojo, pero no cuentan con las razones académicas que justifiquen y legitimen su verdad y su razón".
También volvió a recordar que el aporte a esta transformación debe hacerse desde la especificidad universitaria, a la que, según sus palabras, pertenecen "el análisis racional de las causas de esa situación y el esfuerzo creativo para encontrar su remedio y solución; pertenecen la transmisión a la sociedad y, especialmente, al verdadero sujeto histórico de esa sociedad, de aquella conciencia que ilumine y aliente su propia autodeterminación; pertenece, finalmente, la formación de aquellos profesionales sin los que no es posible la transformación eficaz adecuada, una formación, ante todo, ética-política, pero también es indispensable una excelencia académica".
Para Jon Sobrino, este legado de Ellacuría sigue ofreciendo luz, dirección e impulso para construir una universidad jesuita de inspiración cristiana. Y señala lo que considera sus elementos más novedosos, cuestionantes y fructíferos: la opción de la universidad por los pobres y las víctimas (para que los pobres tengan vida y las víctimas sean defendidas de cualquier poder opresor); ser ciencia de los que no tienen voz (las universidades no pueden continuar legitimando y justificando estructuras injustas, tienen que ponerse del lado de quienes son privados de sus derechos fundamentales); y conformar una universidad "en pobreza" y "sin poder". Es decir, alcanzar un nivel de austeridad, rechazar lujos en edificios y templos, huir de solemnidades mundanas y vanas, evitar desigualdades en el modo de comportarse; no ceder al poder que proviene del saber, evitando la arrogancia y el sometimiento de otros que este genera.
Desde luego, afirma Sobrino, este legado hay que adaptarlo a las nuevas circunstancias de forma creativa. Pero lo que se debe evitar, porque sería una temeridad, es ignorarlo. Kolvenbach lo ha dejado registrado como un modelo de excelencia universitaria jesuita, esto es, de servicio y entrega a la verdad, la justicia y la liberación, desde la inspiración cristiana.