Los recientes señalamientos y publicaciones de uso indebido de bienes públicos, ya sea hacer turismo en un vehículo nacional o gastar dinero público en chucherías aduciendo urgencia, merecen una reflexión y un cambio de actitud, tanto por parte de los protagonistas como de sus correligionarios o simpatizantes políticos, y de la ciudadanía en general. Hasta la fecha, lo que se observa cada vez que hay noticias sobre este tipo de hechos es una doble moral. Se acusa con inflado enojo a los que cometen estos actos cuando son miembros del partido político contrario, pero se defiende a los correligionarios que cometen irregularidades y, peor aún, se justifican los hechos.
En lugar de ir al fondo del asunto y mostrar un mismo criterio a la hora de evaluar estos actos, independientemente del color político del que los comete, los hechos se utilizan como un arma política de ataque, a fin de acumular réditos para la próxima contienda electoral. Se sacan a la luz a fin de socavar la imagen del contrario, sin importar realmente el mal que se comete y sus implicaciones legales y éticas. Mucho menos se busca poner fin al mal uso de los bienes y fondos públicos, que no es más que un acto de corrupción. Y si es corrupción, es un delito, y como tal debe ser entendido y abordado. En este sentido, no basta con sacar comunicados y pedir perdón, no basta con que se muestren las cuentas y el detalle de los gastos realizados, es necesario que se apliquen sanciones que pongan fin a estas prácticas.
Frente a estos hechos, el Tribunal de Ética debería actuar de oficio y dictaminar la responsabilidad y la pena correspondiente; la Fiscalía General de la República, investigar aun sin mediar denuncia; y los partidos políticos y las instituciones estatales, exigir la remoción temporal de quien se viera involucrado, hasta que se determinara la responsabilidad correspondiente. Pero también a la ciudadanía le toca jugar un papel importante en el asunto: sin su presión, la corrupción seguirá medrando. En este sentido, su intolerancia ante la corrupción debe ser total y debe mantenerse vigilante para que este tipo de hechos reciban el castigo que merecen. La ciudadanía tiene que rechazar tanto a los que se lucran o se aprovechan del Estado como a los que los justifican y acuerpan.
Si la población rechaza claramente cualquier acto de corrupción, los partidos políticos y las autoridades no tendrán más remedio que ponerse a su lado. Por el contrario, si continúa apoyando a partidos políticos que han mostrado gran tolerancia con sus correligionarios señalados de corrupción, este mal nunca podrá ser erradicado. Es la pasividad de la población ante las irregularidades y faltas de sus funcionarios la que explica en gran medida los altos índices de corrupción de muchos países. Allá donde la gente se pronuncia claramente en contra de la malversación de fondos públicos y toma medidas efectivas contra ella, la corrupción es muy baja. Para que ello suceda, por supuesto, los ciudadanos deben estar convencidos de que los bienes públicos tienen como única finalidad servir a todo la población, no a individuos o grupos particulares.
Estamos malacostumbrados a que se arme bulla cada vez que se descubre un acto de corrupción. La noticia circula en los medios y las redes sociales, y por unos pocos días se convierte en lo más leído y comentado. Se muestra gran indignación y da la impresión de que no se tolerará más este tipo de hechos. Sin embargo, al fin de cuentas, ni los medios de comunicación, ni los políticos, ni la ciudadanía pasan de la indignación a la exigencia de que se tomen cartas en el asunto para que la historia no se repita y para que los responsables purguen la falta abandonando sus puestos y enfrentando la justicia. Es, pues, una dinámica tan infantil como cortoplacista y poco útil. Ante ello, hay que preguntarse en serio si de verdad nos indigna la corrupción.