La larga historia de violencia e inseguridad del país, y el deseo de controlarlas, ha llevado a las autoridades a aplicar una política cada vez más dura en la persecución y trato de posibles delincuentes y de todo aquel sospechoso de pertenecer o colaborar con alguna de las pandillas. Y ello se ha traducido en una situación de acoso contra la juventud de ciertos barrios y zonas. En la práctica, en sus operativos, la PNC y la Fuerza Armada consideran delincuentes a todos los jóvenes que viven en áreas controladas por pandillas. El maltrato hacia ellos, extensivo a sus familiares y vecinos, es intolerable y supone una verdadera violación a los derechos humanos. No por casualidad la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos ha recibido miles de denuncias contra la Policía; la corporación se ha convertido así en la principal institución acusada de violar derechos humanos en el país.
La guerra del Gobierno contra las pandillas se lleva de encuentro a muchas personas que nada tienen que ver con esos grupos delictivos. Los casos que ejemplifican esta afirmación son numerosos y están bien documentados por distintas organizaciones defensoras de los derechos humanos. Ser joven en El Salvador, vivir en zonas marcadas por el actuar de las pandillas, caerle mal a un policía o simplemente estar en el lugar equivocado en el momento equivocado es suficiente para ser víctima de abuso policial. Toda la ciudadanía, sin excepción alguna, tiene derechos, los cuales deben ser respetados, sin excepción alguna, por la PNC, el Ejército y cualquier otra autoridad. La persecución del delito no puede justificar ningún tipo de violación a derechos humanos ni el maltrato a la juventud. El principio de presunción de inocencia (todos somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario) tiene que prevalecer; la Policía tiene la obligación de realizar investigaciones serias y profundas respetando dicho principio.
Se ha vuelto común que para facilitar la detención de los jóvenes se les acuse de portación de armas o de posesión y tenencia de drogas, que en no pocos casos les son colocadas por los mismos agentes. Las acusaciones por estos delitos se han incrementado en el último año, y la razón es simple: ello les garantiza a las autoridades la detención del supuesto delincuente hasta que un juez otorga el fallo correspondiente. Ante estos abusos y arbitrariedades, la Fiscalía General de la República tendría que investigar con detenimiento cada caso y constatar sin asomo de duda que las acusaciones que recibe por parte de la PNC son apegadas a la verdad y al derecho. La Fiscalía no le puede creer a la Policía todo lo que dice. En el proceso se deben tener en cuenta las declaraciones de los jóvenes y las pruebas de arraigo que ellos presentan a través de sus abogados, así como los testimonios de personas honorables que conocen bien a los acusados y dan fe de su inocencia. No son pocos los fiscales que siguen el proceso iniciado por la PNC sin tomarse la molestia de dudar del testimonio de los agentes involucrados, aun cuando hay indicios claros de que se busca encarcelar a inocentes. La Fiscalía no puede hacerle el juego a una Policía que en lo que toca a la juventud está tomando una posición antidemocrática y discriminativa.
Si ser joven ya es difícil en El Salvador, pues las oportunidades de estudio y de empleo son escasas, la violencia y el acoso de las pandillas han llevado la situación al límite, especialmente cuando se vive en la pobreza y la exclusión. La juventud de los barrios pobres ha sido estigmatizada. No solo se le niega la posibilidad de estudiar o trabajar, sino que corre el peligro de ser víctima tanto de las pandillas como de las autoridades, que en lugar de protegerla la maltratan y la judicializan, con pruebas o sin ellas. Esto debe parar cuanto antes. El Gobierno debe girar instrucciones claras para que la Policía no siga con estas prácticas, que no solo suponen graves violaciones a derechos humanos, sino que profundizan el problema de la violencia y la descomposición social.