La más reciente encuesta de opinión pública del Iudop nos muestra de un modo dramático el desprestigio creciente de los partidos políticos. Más del 60% de la población entrevistada piensa que ni el FMLN ni Arena deberían gobernarnos. Y más de un 50% desea que tanto en la izquierda como en la derecha haya otros partidos, en vez de los actualmente existentes. Pero en la actualidad no aparece, al menos con fuerza de alternativa, ningún grupo que pueda sacarnos del dualismo polarizado que domina la vida política del país. La gente piensa que hay corrupción en la Asamblea Legislativa y que sus intereses no están representados en ella. La crisis de representación es grave, y más grave todavía porque decimos y aseguramos que vivimos en una democracia representativa. La falta de aprecio a las instituciones fundamentales del Estado refleja no solo el cansancio de la población con el liderazgo nacional, sino la escasa utilidad y el desprestigio que se les atribuye a los partidos políticos. Ante ello, cabe preguntarse si podemos tener democracia sin partidos políticos.
La respuesta es clara: no hay democracia sin partidos políticos. Pero la impresión ciudadana es que tenemos una democracia muy débil, enferma. Y que los responsables de ello son los partidos políticos. Más allá de lo acertado de la opinión pública, frecuentemente cambiante, lo cierto es que el desprestigio de nuestros partidos es grande. Y con eso tenemos que trabajar, exigiendo un cambio radical. Tal vez ha llegado el momento de tildar de farsantes e irresponsables a estas personas cuando viajan para nada, cuando mienten, cuando emiten cheques a su nombre y no se sabe a dónde va a parar el dinero, cuando cobran sobresueldos, cuando regalan pistolas a particulares creyendo que la violencia delincuencial se puede vencer con violencia privada. Asimismo, es necesario desenmascarar a algunos medios de comunicación, implicados en la dinámica polarizante, que tratan de presentarnos como respetables a quienes no son más que cómplices de un estilo mafioso de hacer política. También algunos empresarios están claramente implicados en la fábrica de la polarización.
Sin embargo, con todo y lo dicho, los partidos son imprescindibles para una vida democrática sana. Y por lo mismo, a la vez que se denuncia el abuso y la charlatanería de los políticos, hay que animar a nuevas generaciones a implicarse en la política. No todo está podrido. Hay muchos salvadoreños, de todas las edades, con un espíritu democrático claro y con un profundo deseo de cambio respecto a ese modo mafioso y encubridor de la corrupción que caracteriza a la política tradicional. Y los jóvenes ven cada día con mayor claridad que las cosas deben transformarse. Los propios partidos dominantes —esperemos que aún les quede algo de decencia— deberían pensar en renovarse apoyando a gente joven, mejor preparada, más abierta a lo que el país necesita, más dispuesta a trabajar con transparencia y solidaridad, con eficacia y racionalidad, con capacidad de dialogar y llegar a acuerdos beneficiosos para todos. No puede ser que la mayoría de las caras más conocidas de la política sean las mismas que dominaron el panorama durante los ochenta.
El Salvador, que sufrió una guerra civil por motivos económicos y políticos, y que continúa en una situación de violencia a causa del subdesarrollo crónico, no puede darse el lujo de arreglar sus problemas sin incluir en las soluciones a las nuevas generaciones. La corrupción de algunos políticos, la irresponsabilidad social de varios empresarios, la pasividad y el miedo inducidos tanto por la ineficacia política como por la violencia imperante exigen gente decidida y valiente al frente de la gestión del país. Los cómodos, los ávidos de dinero y prestigio mejor que se queden en sus esferas de comodidad y ambición. Es imprescindible dar paso a gente más joven, a nuevos liderazgos, a gente mejor formada, a personas generosas y dispuestas al debate y a la reflexión. Un país como el nuestro, en el que el 60% no alcanza el nivel de bachillerato, donde hay una aguda escasez de medicina en los hospitales, en el que el agua va rumbo a convertirse en un bien de lujo controlado por el mercado, donde la corrupción y la violencia son plagas tradicionales, urge la participación en todos los partidos de gente abierta al bien común y capaz de comprometerse con un desarrollo equitativo.