Múltiples experiencias en el mundo demuestran que las políticas de seguridad represivas no son solución al problema de la violencia. Pese a ello, los países del Triángulo Norte las siguen aplicando. Un estudio del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo señaló que “en términos de violencia y delito, estas políticas arrojaron resultados negativos, intensificándose la violencia en los tres países. Aumentaron los delitos vinculados a las maras, incluyendo de manera creciente los secuestros y extorsiones”. La verdad inmutable de que la violencia solo engendra violencia nunca ha sido entendida por los Gobiernos de El Salvador, Guatemala y Honduras.
La muestra más fehaciente de que nuestro país anda mal es la sangría que sufre su gente, especialmente por el asesinato o la expulsión de los más pobres y jóvenes. 25 años después de la firma de unos acuerdos que no trajeron la paz, el número de muertos ya sobrepasa al de toda la guerra civil. Desde que tardíamente se decidió enfrentar la violencia, con políticas de mano dura durante los Gobiernos de Francisco Flores y Antonio Saca, hasta el presente, cuando la administración de Sánchez Cerén ha tomado el relevo en la estrategia represiva, la situación se ha agravado hasta lo intolerable. La nueva alza de homicidios ha coincidido con la salida a las calles de vehículos y tanquetas del Ejército, supuestamente para disuadir a los delincuentes. Pero a juzgar por el incremento de los homicidios, la medida parece haber sido un aliciente para la criminalidad.
Empecinados o esperanzados en que esta apuesta hasta hoy fracasada dé resultados, voceros del Gobierno y los que apoyan la represión ven el aumento de homicidios como un signo de que los criminales se sienten acorralados. Desde esta lectura, habría que continuar y recrudecer la represión hasta vencer o exterminar a quienes actúan al margen de la ley. Sin embargo, también cabe interpretar el afán de exhibir tanquetas y vehículos militares en la capital como la acción de un Gobierno desesperado que da manotazos a ciegas.
Es claro que el Ejecutivo se siente presionado a actuar ante el clamor de un electorado que exige resultados claros. Y los políticos han pensado que con reality shows, con tanquetas en las esquinas, con capturas a mansalva en colonias y barrios pobres, la percepción de la ciudadanía sobre la violencia cambiará. Es hora de aceptar que con la sola represión la violencia no se detendrá. La desgarradora situación que sufrimos tiene a su base un país tremendamente desigual, en el que la injusticia se ha estructurado y legalizado. No se puede pretender erradicar la violencia mientras no se toquen las raíces de las que brota. La falta de empleo, la exclusión social, las miserables condiciones en las que viven miles de salvadoreños componen el caldo de cultivo del mal que nos sofoca.
Pero lo que preocupa a los políticos está lejos de esta realidad y sus matices. Mientras miles de salvadoreños desesperan, huyen o mueren, buena parte de la clase política sigue concentrada en vivir con lujos gracias al Estado, intercambiar insultos y acusaciones personales, recortar los pocos recursos que benefician a la población más necesitada. Es suficiente. Si no se cambia de rumbo, el país llegará a un nivel de descomposición al que ningún Gobierno podrá hacer frente.