Basta entrar en las redes sociales o leer noticias sobre hechos relacionados con la delincuencia para encontrar comentarios que claramente animan a ejercer una violencia irracional contra cualquiera que sea acusado de violar las leyes. Los insultos son abundantes y el estilo de debate resulta vergonzoso, cuando no ofensivo para la moralidad pública. Al final se acaba defendiendo la brutalidad y creando un clima de desesperación en la gente sana. Se aboga por el uso privado de las armas como si ello fuera solución al ambiente de delincuencia; se insulta a quienes defienden los derechos humanos diciéndoles que protegen a los criminales; e incluso se culpabiliza a priori a un gran segmento de la población. El hecho de que la acusación más repetida a la hora de capturar jóvenes sea resistencia a la autoridad y que el sobreseimiento sea el resultado judicial generalizado muestra que se ha creado un recurso artificial para fichar personas en determinados barrios.
De camino posible para encontrar salidas a la violencia, la tregua ha pasado a ser tema tabú. Suena a arbitraria la detención de algunas de las personas que estuvieron relacionadas con ella cuando la prueba de la introducción de objetos ilícitos en los penales es el registro de los libros de ingreso, algo que solo pudo suceder con el aval de la más altas autoridades. Todo hace pensar, pues, que se ha detenido a los funcionarios de más bajo nivel. La tregua, en sus inicios alabada por el Gobierno pese a que —hoy es claro— no estuvo bien planificada ni, mucho menos, bien ejecutada, se valora como una monstruosidad. Si a alguien se le ocurre decir que fue una oportunidad perdida para avanzar en la pacificación de las pandillas, seguro se le acusará de cómplice de la delincuencia. Sin embargo, salvar vidas, disminuir el número de asesinatos no es objetivamente malo.
El gusto y lo políticamente correcto parecen estar puestos en animar a la violencia. Se esconden los abusos y violaciones a derechos humanos cometidos por las autoridades. Y se deja pasar demasiado tiempo antes de investigar la existencia de grupos de exterminio de supuestos delincuentes, sin hacer ninguna alusión, por supuesto, a los pecados previos de las fuerzas de seguridad. Hay en el país demasiada apología de la violencia, apoyada tanto en el endurecimiento de las leyes como en el lenguaje y en acciones claramente ilegales. La gente tiene miedo a denunciar los abusos y los grandes medios de comunicación no suelen hacerlos públicos.
Buscar soluciones racionales a la delincuencia requiere invertir mucho más en educación y trabajo digno. Requiere también diálogo y estudio, reflexión y respeto a los derechos humanos. Las manos duras no hacen más que perpetuar la cultura de la violencia; en el mejor de los casos, reducen temporalmente la delincuencia, pero esta no tarda en resurgir con nuevos bríos. Crear cultura de paz requiere tanto defender la vida y sus derechos como rechazar la violencia. Y el valor vida no debe ser puesto en duda para nadie. Los pandilleros no son lo peor de El Salvador. Hay estructuras económico-sociales mucho más perniciosas y violentas. Hay personas que desde el poder defienden la injusticia, así como mecanismos de explotación y marginación evidentes. La evasión masiva de impuestos en un país con una tasa de mortalidad infantil de 18 por cada mil niños nacidos vivos es evidentemente un acto criminal, que por desgracia queda sin perseguirse ni castigarse adecuadamente.
El Salvador necesita más diálogo y menos gritos, más construcción de cultura de paz —con todo lo que conlleva de defensa de la vida y su dignidad— y menos cultura del ojo por ojo y diente por diente. Dialogar es posible y es el mejor camino para salir de las crisis. Cuando el conflicto se produce entre grupos sociales, el aplastamiento del enemigo deja heridas que luego causan reclamos, enfrentamientos e incluso nuevas explosiones de violencia. No se quiere invertir en la gente según las necesidades objetivas del país y se piensa que se pueden arreglar las cosas a la brava, desde el poder y desde la fuerza. Cada día es más necesario hablar y conversar, escuchar y corregir, defender y construir una cultura más fraterna, más igualitaria y más respetuosa de los derechos de todos.