La conflictividad está subiendo a niveles alarmantes. Y esto tiene lugar precisamente en las fechas en que se acaba de celebrar el vigésimo aniversario de los Acuerdos de Paz. Si las celebraciones fueron motivo de esperanza para muchos, pues se recordó que el fin de la guerra fue posible gracias a la voluntad general y a un afán de entendimiento que concluyera sin vencedores ni vencidos, apenas unos pocos días después se ha agudizado una serie de conflictos que muestran que aquel espíritu de entendimiento está ausente en nuestra sociedad, y en especial en la clase política.
El conflicto de mayor calibre se da con el nombramiento del nuevo director de la PNC. Si el nombramiento del general Munguía Payés al frente del Ministerio de Justicia y Seguridad Pública ya fue muy polémico, no podía esperarse menos reacción social y política ante el nombramiento del general Salinas como director del cuerpo policial. Que ello generaría conflicto y rechazo en una buena parte de la sociedad debía ser conocido por el presidente Funes, y sin embargo tomó la decisión.
Por si no bastara, el mandatario llamó a filas al coronel retirado y candidato a diputado por Arena Sigifredo Ochoa Pérez. Esto ha ocasionado serias tensiones entre el coronel y el Presidente, y entre Arena y el Ejecutivo, y ha envenenado aún más la campaña electoral. El coronel Ochoa Pérez es conocido por su cerril oposición a reconocer los crímenes del Ejército durante el conflicto armado y por su defensa del golpe de Estado hondureño cuando era embajador de El Salador en el vecino país. Ciertamente, un hombre conflictivo y fuera de época.
También hay conflictos en la Corte Suprema de Justicia. Ahora los magistrados se sienten molestos y acusan al presidente de la institución, Belarmino Jaime, de haber filtrado información para que la sociedad tuviera conocimiento del despilfarro en viajes injustificables al exterior, así como de la práctica nepotista por la que varios magistrados emplearon a familiares en las estructuras de la Corte. Y al interior de la Sala de lo Constitucional, el magistrado Nelson Castaneda continúa oponiéndose a casi todo lo que el resto de sus compañeros decide o hace, y no tiene reparos en calificar como un show que la Sala rinda cuentas de su trabajo a la ciudadanía.
Por su lado, el Tribunal Supremo Electoral continúa dividido y no logra reunir la mayoría requerida para tomar decisiones importantes, y que en este momento del proceso electoral urgen para garantizar la calidad de la votación. Con todos los cambios que ha sufrido la ley electoral, y en concreto el modo de ejercer el voto, es apremiante iniciar una campaña informativa para que la población conozca a ciencia cierta cómo y dónde votar. El conflicto responde a intereses políticos y pone en evidencia la poca capacidad de los magistrados de Arena para aceptar que en el Tribunal están en minoría y que es de buenos negociadores saber aceptar las decisiones de la mayoría.
Y aunque ya estamos acostumbrados, no deja de sorprender que nuevamente en la Asamblea Legislativa estén entrampados en un nombramiento: llevan más de tres meses sin conseguir ponerse de acuerdo para elegir al Presidente del Tribunal de Ética Gubernamental, el encargado de garantizar el cumplimiento de la ley y el adecuado servicio al ciudadano en la administración pública. Y están entrampados porque cada quien propone a su candidato y no son capaces de buscar un candidato de consenso.
Los niveles de conflictividad también se han incrementado en la calle, que ya ha sido escenario de enfrentamientos entre activistas de distintos partidos, y entre estos y el CAM por la colocación de propaganda electoral. Tampoco la Iglesia ha escapado del conflicto: la remoción del mural de Fernando Llort a principios de año y la ocupación de la Catedral por grupos que demandan el cumplimiento de los Acuerdos de Paz siguen sin ser resueltos de manera satisfactoria.
No es que el conflicto sea en sí mismo malo o negativo. Los conflictos muchas veces son necesarios en tanto que conducen a la acción y al solucionarlos se beneficia a la sociedad. Pero los que antes hemos enumerados no pertenecen esta clase de conflictos. Son más bien conflictos internos, que responden más a la mezquindad de las partes en pugna, a decisiones autoritarias y a la defensa de intereses muy particulares, que a la búsqueda del bien común. Este panorama evidencia la incapacidad de nuestras instituciones para resolver las diferencias por la vía del diálogo y la negociación. Sobra decirlo, no fue este el espíritu de los Acuerdos de Paz. Con estas actitudes jamás se hubiera logrado poner fin a la guerra. Si los Acuerdos nos legaron que la solución del conflicto —nuestro mayor y más duro conflicto— solo pasaba por el diálogo y la negociación, aprovechemos esa enseñanza y pongámosla en práctica para el bien de El Salvador.