El sábado pasado, un alumno de la UCA caminaba hacia el campus para hacer un examen. En Antiguo Cuscatlán, a unas cuadras de la Universidad, fue detenido por un grupo mixto de policías y agentes municipales. Le registraron el bolsón, le cachearon y en el proceso le golpearon sus partes íntimas. Al protestar por el maltrato, lo obligaron bajo amenaza a hacer flexiones y pechadas por buen rato. De nada le sirvió apelar diciendo que llegaría tarde a su evaluación. Incluso un agente del CAM se dio el gusto de filmarlo con el celular mientras hacía las flexiones. Las quejas sobre hechos semejantes se multiplican. En barrios marginales y en pueblos del interior del país, el trato es muchísimo peor, y abundan los testimonios de ello. Frenar este tipo de comportamiento de agentes de la autoridad es indispensable si de verdad queremos enfrentar la cultura de la violencia.
Pero en esto no hay que culpar solo a los policías, muchas veces impulsados por la violencia ambiental y por el discurso agresivo de sus superiores. Ya en otras ocasiones ha sido necesario censurar el lenguaje de algunos funcionarios de alto nivel responsables de la seguridad. Pero hoy asombra que el propio vicepresidente, Óscar Ortiz, dé un discurso guerrerista ante el nuevo contingente de reacción inmediata de la PNC. “Pegar”, “golpear”, “demostrar la fuerza del Estado” fueron algunas de sus expresiones, sin mencionar para nada la investigación y persecución del delito, que son las funciones específicas de la Policía.
Estos batallones tendrán asignado un número de fiscales, que llegarán a los lugares después de las intervenciones. Pero siguiendo la tónica de la mano dura, ningún miembro de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos humanos acompañará a los agentes para asegurar la legalidad de las acciones e impedir cualquier tipo de abuso. Poca imaginación tienen las autoridades gubernamentales, además, cuando apellidan “de reacción inmediata” a estos grupos, aunque después les hayan cambiado a Fuerzas Especiales de Reacción. Los batallones de reacción inmediata, todos los sabemos, cometieron graves violaciones a derechos humanos, incluso masacraron población civil. No es tiempo de repetir nombres del pasado ni mucho menos ideas que van en la dirección del emblema del batallón Atlacatl, en el que se veía una calavera y un rayo.
En el mundo de las letras se celebró recientemente el cuarto centenario de la muerte de dos genios: Cervantes y Shakespeare. Si nuestros políticos hubieran leído Don Quijote de la Mancha, quizás habrían recordado, antes de usar esa palabrería agresiva, un consejo que el ilustre caballero daba a Sancho cuando le fue ofrecido el gobierno de una isla: “Al que has de castigar con obras no lo trates mal con palabras, pues le basta al desdichado la pena del suplicio, sin la añadidura de las malas razones”. Lo que es un buen consejo humanista del siglo XVI se ha ido imponiendo en la cultura universal a través de los derechos humanos. Pero acá parecemos preferir épocas más bárbaras y anticuadas. Mano dura, dicen y repiten los políticos, excepto cuando la marca de la corrupción desvela su bajeza, porque entonces claman y defienden todos los derechos posibles en beneficio propio.
Es evidente que la PNC tiene que perseguir el delito, junto con la Fiscalía, y llevar a la justicia a los delincuentes. Y tiene su lógica que haya grupos especializados en enfrentar situaciones difíciles ligadas al crimen. Pero lo que no tiene sentido ni amparo legal es el maltrato policial. Y el lenguaje incendiario de algunos políticos tiene más responsabilidad en ello que la misma desesperación de la Policía, amenazada y acosada por ciertos tipos de delincuencia. Y esto aparte de los bajos salarios de los agentes de base, que contrastan con los de algunos jefes y con la corrupción de algunos políticos. Si a la destrucción de valores de justicia añadimos el lenguaje belicista de los líderes de los partidos, está servido el ambiente para permanecer en la cultura y en la praxis de la violencia. Si condenamos el abuso policial, condenemos también el discurso agresivo y violento de la clase política.