Cada vez que se acusa a un partido o a uno de sus miembros de algún delito o acción irregular, no faltan las voces que saltan en defensa minimizando los hechos y afirmando que se está frente a un caso de persecución política. En el país, muy rara vez se aceptan con humildad las críticas o se reconocen los errores cometidos; pueden contarse con los dedos de las manos las veces en que un partido ha apartado de sus funciones a un militante acusado de algún delito y ha exigido que se le investigue para conocer la verdad y deducir responsabilidades. Lo que ocurre más bien es que los denunciantes y los críticos acaban siendo blancos de virulentos ataques por parte del instituto político cuestionado.
A este tipo de actitud nos han acostumbrado los partidos que a lo largo de su historia han defendido el statu quo, que tienen un pasado oscuro y corrupto, que han buscado el poder para proteger intereses particulares en desmedro del bienestar de la población. Léase los partidos de más raigambre: PCN, Democracia Cristiana y Arena. Pero lo que choca, lo que cuesta más entender, es que a ese grupo se sume el FMLN, que dice ser “un partido que quiere jugar un papel en la construcción de los cambios en el país, aportar a las transformaciones justas y necesarias, que requieren de una participación consciente, muy deliberada y con una visión de compromiso”.
En la actualidad, son varias las acusaciones que penden sobre miembros del Frente que ostentan o han ostentado importantes responsabilidades gubernamentales o partidarias. Y lo que se ha escuchado por parte del partido ha sido siempre lo mismo: una defensa cerrada de los acusados. Con ello, el FMLN replica la conducta tanto de los partidos salvadoreños de derecha como la de aquellos de izquierda que han gobernado con poco acierto en distintas partes del mundo y que se han distinguido por nunca reconocer sus errores. El resultado de esta posición dogmática es uno solo: el desprestigio institucional y la pérdida de cercanía con la población.
En algunos de los casos más recientes se han visto implicados altos funcionarios vinculados al FMLN: Óscar Ortiz, Mauricio Funes, Sigfrido Reyes, David Munguía Payes, los directores del ISSS y CEPA, entre otros. Ni ellos ni el Frente han sido capaces de abordar estos asuntos con la madurez y ética que cabe esperar de los que dicen abanderar el cambio y estar a favor del bien común. No vale seguir repitiendo que las críticas y señalamientos responden a una campaña en contra del partido de izquierda; no vale seguirse escudando en que todo obedece a una estrategia de desprestigio de sus adversarios políticos, que busca cambiar la correlación de fuerzas y sacar al FMLN del poder.
Se han dado todo tipo de respuestas menos una, la que muchos esperan: reconocer que pudo haberse cometido un error o una ilegalidad, y que, por tanto, como cualquier ciudadano de a pie, los funcionarios en cuestión deben someterse al imperio de la ley. Parece que en la escena política nacional la honradez no es un valor y que es más importante salvar la imagen del partido y de sus militantes que reconocer la verdad y aplicar la justicia. Lo grave de este asunto es que ello ahonda el ya acusado desencanto de la población, mina la confianza e identificación con la democracia, fortalece la cultura autoritaria. Y como ya ha quedado demostrado de sobra en el continente, así se abre la puerta al surgimiento de figuras antisistema que terminan barriendo con el sistema de partidos políticos y cancelando todo avance democrático.