Después de muchas dudas y dilaciones, finalmente la Policía Nacional Civil ha comenzado a cumplir su deber con respecto a la orden de captura de los 17 exmilitares reclamados por la justicia española por el Caso Jesuitas. Como cabía esperar, la detención de cuatro de ellos entre el viernes y sábado pasados ha suscitado un torrente de declaraciones por parte de funcionarios, políticos, articulistas y abogados, entre otros. Así, una vez más hemos sido testigos de la protección de la que gozan en el país los exmiembros del Ejército reclamados por la justicia. No solo se dejó pasar casi un mes para ejecutar la orden girada a través de la Interpol, lo que sin duda facilitó la huida de la mayor parte de los acusados, también se ha vertido una serie de afirmaciones que muestran connivencia con el crimen y llaman a la impunidad.
La principal objeción que se hace al juicio es que la Audiencia Nacional de España no tiene jurisdicción internacional y que atenta contra la soberanía jurídica nacional. Los que esto afirman desconocen que hay un principio de justicia universal aceptado por muchos países, El Salvador entre ellos. La legislación salvadoreña reconoce este “principio de universalidad” en el artículo 10 del Código Penal, que reza así: “También se aplicará la ley penal salvadoreña a los delitos cometidos por cualquier persona en un lugar no sometido a la jurisdicción salvadoreña, siempre que ellos afectaren bienes protegidos internacionalmente por pactos específicos o normas del derecho internacional o impliquen una grave afectación a los derechos humanos reconocidos universalmente”. Según esto, El Salvador puede promover un juicio contra responsables de graves violaciones a los derechos humanos, incluso si los crímenes sucedieron fuera de nuestras fronteras y con independencia de la nacionalidad de los hechores. Esto es precisamente lo que ha hecho la Audiencia Nacional de España: ha impulsado un juicio contra personas que cometieron un crimen de lesa humanidad fuera del territorio español. Y no hay que perder de vista que la Audiencia no habría podido abrir el juicio si el caso se hubiera resuelto debidamente en nuestro país.
Otra objeción es afirmar que la masacre en la UCA es cosa juzgada. Esto tampoco es verdad, pues en El Salvador solo fueron juzgados los hechores materiales, y en condiciones nada favorables para establecer justicia, producto de lo cual la mayoría de ellos fueron absueltos y los que resultaron culpables recibieron una condena que no se correspondía con la gravedad del crimen. Es por ello que el juez Eloy Velasco considera que dicho juicio fue fraudulento y que, en consecuencia, no es válido. Además, los autores intelectuales, las más altas autoridades de las Fuerza Armada de aquel entonces, los que planificaron y ordenaron la masacre, nunca se han sentado en el banquillo de los acusados. Ciertamente, hubo un intento de iniciar un proceso en su contra, pero la jueza del Tercer Juzgado de Paz decidió que no era procedente bajo el argumento de que el crimen ya había prescrito, contraviniendo así el artículo 37 del Código procesal Penal, que afirma que este tipo de delitos no prescriben si no han existido las condiciones para promover la acción penal o no pudo ser perseguido por falta de la instancia particular.
Otro de los argumentos esgrimidos para evitar la justicia es que la ley de amnistía libra a los hechores de toda responsabilidad. Este argumento tampoco es válido, pues la Sala de lo Constitucional sentenció, el 26 de septiembre de 2000, que la norma no aplica a crímenes cometidos por funcionarios del mismo Gobierno que emitió la amnistía. Por otra parte, se afirma que el juicio a los autores intelectuales de la masacre en la UCA implica reabrir las heridas del pasado, un sonsonete que repiten constantemente los principales actores de la guerra, los que la impulsaron y defendieron como única solución posible al conflicto nacional. Lo que las víctimas solicitan más bien es el conocimiento de la verdad, justicia. Las heridas de las víctimas y sus familiares siguen abiertas porque la sociedad salvadoreña no ha hecho nada para curarlas y cerrarlas. Reconocer sin ambages el daño que la guerra hizo a la población y que los principales responsables acepten que cometieron delitos y pidan perdón por ellos a la sociedad serían pasos trascendentales para iniciar el proceso de cerrar las heridas que siguen sangrando en miles de salvadoreños y salvadoreñas.