Si algo nos indica la degradación de una sociedad es la presencia en ella de asesinatos masivos. Pueden ser excepcionales y llevados a cabo por un loco. Pero cuando en un país pequeño como el nuestro se vuelven frecuentes, es indispensable hablar sobre la cuestión y estudiarla a fondo. Este tipo de asesinatos los tuvimos en la guerra, en su mayoría llevados a cabo por la Fuerza Armada. Fue necesario hacer un sistemático esfuerzo para aproximarnos a la verdad sobre esos hechos. Masacres muy conocidas, como las de El Mozote, el Sumpul, la Quesera o Las Hojas, dan fe de ello. Otras han quedado en el olvido, como la de El Higueral, donde se asesinó a cerca de doscientas personas. A pesar de las negativas del Ejército a reconocer las masacres, los hechos eran tan claros y sobrevivieron tantos testigos y víctimas que la verdad no se pudo mantener oculta. Aun así, la Fuerza Armada todavía no ha pedido perdón por los crímenes del pasado, probablemente para evitar posibles repercusiones judiciales ante crímenes imprescriptibles de lesa humanidad. Lo mismo pasó con las masacres de menor escala. Por ejemplo, el caso de los seis jesuitas y sus dos colaboradoras. Aunque hubo un juicio contra los autores materiales y se esclareció casi todo el entramado del crimen, las autoridades judiciales y políticas, con su corrupción, mentiras y encubrimiento, han conseguido impedir que los autores intelectuales sean llevados a juicio.
Cuando la población creía que esa terrible historia de asesinatos masivos estaba llamada a desaparecer de nuestras tierras, se ha topado con un terrible resurgir de ese tipo de brutalidad. La repetición de hechos en los que cuatro o más personas son masacradas desafía hoy nuevamente a la justicia y a la verdad. Las explicaciones han sido en exceso simples. Investigaciones periodísticas apuntan a brutales excesos de fuerza por parte de las autoridades. Las fuentes oficiales hablan en unos casos de defensa propia de elementos de la Policía o del Ejército, y en otros de crímenes cometidos por luchas internas de las maras. Pero la repetición de los asesinatos masivos, y a veces las imágenes de los mismos, contrastan con la simpleza de las explicaciones. Es evidente que la ciudadanía necesita explicaciones más claras, detalladas y completas. No es creíble que 25 pandilleros embosquen a diez policías, estos se defiendan y mueran ocho o nueve de los asaltantes y ninguno de los agentes. Explicaciones como esa, tan simple y elemental, se han repetido demasiadas veces. Y es normal que una parte de la ciudadanía pida razones más convincentes. Frente a las investigaciones periodísticas, no basta decir que ya se investigó y que todo lo dicho por otros es falso. Es necesario tener una investigación oficial, y los detalles y declaraciones de testigos deben ser confirmados o desmentidos con datos.
Sean pandillas, fuerzas gubernamentales o grupos de exterminio irregulares los que cometen este tipo de asesinatos, lo cierto es que expresan una brutalidad tan extraordinaria que la ciudadanía no debería estar tranquila hasta tener conocimiento completo de todos y cada uno de ellos, y hasta que sean llevados a juicio. Ante la actual situación, el Gobierno debe crear un grupo de élite que investigue a fondo, con independencia y autoridad sobre otras instancias policiales, cualquier evento con características de un asesinato masivo. Se puede entender que en algunos casos excepcionales mueran varias personas. Pero incluso cuando la primera versión sea la de un enfrentamiento, el evento debe ser investigado a fondo por un grupo especializado. Ni hablar cuando un grupo de personas son sacadas de sus casas o sorprendidas en un camino, y ejecutadas brutalmente. O como acaba de pasar, cuando están bajo control gubernamental en una cárcel.
Permitir que estos crímenes pasen al olvido sin que medien explicaciones creíbles no ayuda al Gobierno ni contribuye a la paz social. Y siembra mayor preocupación por el rumbo de la violencia en el país y por el enorme deterioro que estos asesinatos producen en la conciencia de la igual dignidad de las personas y en el respeto a los derechos humanos. Todo asesinato debe ser investigado y condenado. Pero los asesinatos masivos, por el grado de brutalidad y deshumanización que implican, deben ser investigados con mucha mayor insistencia y eficacia. No poner todos los medios para esclarecerlos equivale a favorecer la impunidad, una vez más. Y eso no es bueno para nadie, como ha quedado ampliamente demostrado a lo largo de nuestra historia.