No hay duda de que Óscar Arnulfo Romero tenía en su corazón a las mayorías pobres de nuestro país, a las víctimas de la represión y de las múltiples violaciones a los derechos humanos que en su época ocurrían en El Salvador. Monseñor, a diferencia de otros pastores, no cerró los ojos ante el sufrimiento del pueblo, lo que le llevó a asumir su papel de pastor de un modo profundamente evangélico: se convirtió en el mayor defensor de los pobres y de las víctimas cruelmente torturadas, desaparecidas y asesinadas. No tenía ningún reparo en denunciar las barbaridades que cometían las fuerzas paramilitares, los cuerpos de seguridad y la Fuerza Armada; tampoco callaba los atropellos cometidos por la guerrilla. Siempre se puso al lado de las causas justas, de cualquiera que las defendiera, y llamó insistentemente a parar la violencia.
Todos los domingos solía terminar su homilía con la lectura de los hechos de la semana. En ese espacio denunciaba con claridad todas las violaciones a los derechos humanos que se habían cometido en los días anteriores, exigía que se investigaran, se dedujeran responsabilidades y se llevara a los culpables ante la justicia. También desenmascaraba las muchas mentiras de las autoridades para esconder sus actos criminales, aclarando como habían sido las cosas en realidad. Monseñor Romero pedía constantemente y con gran fuerza que cesará la represión y la violencia que tanto sufrimiento causaban en el pueblo, y que se construyera un orden político, económico, y social justo al servicio de todos los salvadoreños.
Sus homilías dominicales están llenas de referencias y de muestras de amor al pueblo. Romero se sentía muy querido por la gente sencilla y agradecía siempre los humildes gestos de apoyo que recibía. Monseñor se identificaba principalmente con los pobres, con los perseguidos, con los obreros que clamaban mejores condiciones de trabajo, con los desaparecidos, con todos aquellos que luchaban por causas justas. Por ello, quiso asumir su defensa; creó el Socorro Jurídico del Arzobispado “para procurar en asunto de derecho favorecer a las personas y sectores más pobres del país sin importar de donde vengan”. Y se alegraba del bien que hacía su trabajo en favor de ellos: “Yo soy testigo de la abnegación y generosidad con la que el Socorro Jurídico ha prestado tantos servicios a nuestra clase pobre”
La pronta persecución a su figura y a la Iglesia no le impidió seguir su misión con fidelidad al Evangelio y a su ministerio episcopal; por el contrario, se esforzó con más ahínco en ser buen pastor, cercano a su pueblo. Un pueblo al que amaba profundamente, del que se hizo amigo entrañable, del que decía: “Mi mayor satisfacción y alegría es cuando escucho al pueblo, como lo he escuchado en esta semana en diversas manifestaciones, que dicen que les transmitimos esperanzas, despertamos su fe”. Sus constantes visitas a las comunidades campesinas y a las de barrios urbanos marginados eran alimento para su trabajo pastoral y a la vez signo de su cariño entrañable a los pobres.
Monseñor Romero no rehuía el conflicto; sabía que había gente que no pensaba como él, gente a la que no le agradaba su mensaje y que le adversaban. Con ellos tuvo palabras de afecto y les llamó a la conversión, pero le ocurrió como a Jesús con el joven rico que deseaba seguirle: al invitarlo a dar todo a los pobres, se marchó porque tenía muchos bienes. Ponerse al lado de las víctimas, al lado de su pueblo pobre (tal como a él le gustaba llamarlo, sin que nadie se sintiera ofendido por ello) le costó a monseñor muchas enemistades. La fuerza y contundencia de su palabra desde el púlpito, una palabra cuestionadora y exigente, que reclamaba justicia y el fin de la represión, chocaba de frente con aquellos que deseaban mantener el régimen de terror para defender sus privilegios.
La dureza de corazón de muchos ricos y de los que ostentaban el poder hizo que la enemistad se convirtiera en odio hacia su persona. Un odio que llevó a las autoridades de aquel tiempo, junto a muchas otras personas a las que les incomodaban las palabras y acciones de Romero, a pedir su destitución como obispo y su salida del país. En poco tiempo ese odio hacia monseñor fue tan ciego y violento que condujo a su asesinato. Pero el Vaticano ha declarado que todo en su vida respondía a una vivencia profunda de la fe en Jesucristo, y por ello monseñor ha sido declarado mártir por odio a la fe. Los que planificaron y ejecutaron su asesinato, y todos los que aplaudieron y celebraron ese hecho espantoso, estaban movidos por el odio a Romero y al evangelio que proclamaba.
El pueblo pobre no puede estar ausente en la beatificación de monseñor, pues él se hizo objeto de odio y recibió la gracia del martirio precisamente por estar al lado de los pobres y desamparados. Monseñor Romero es de los pobres, de las víctimas de la represión, de los que lucharon por la verdad y la justicia, de los que tienen en su corazón sus mismos ideales. Quienes no deberían ir a la beatificación son todos aquellos que todavía no han convertido su corazón, tal y como lo pedía constantemente el obispo mártir. Aquellos que prefieren la violencia, los que se lucran sin medida a costa de los trabajadores y del pueblo en general, aquellos que defienden sus privilegios e imponen sus intereses mezquinos, los que no pagan sus impuestos, los corruptos, los que no quieren que todos los salvadoreños vivan dignamente ni que se avance hacia la justicia social.