Nunca faltan los políticos que invocan a Dios. Por ejemplo, en Honduras, Juan Orlando Hernández, mandatario del actual régimen de facto, lo hizo repetidas veces en su ceremonia de toma de posesión. Y utilizó además palabras de corte y tradición religiosa como “sanación”, “reconciliación” y “hermandad”; toda una farsa de una persona dispuesta a manipular la Constitución a su antojo y a reprimir con violencia a quienes pacíficamente reclaman contra unas elecciones oscuras y fraudulentas. En pueblos sencillos, con escasa formación intelectual y con fuerte predominio de unos pocos poderosos sobre una gran mayoría de débiles y empobrecidos, el lenguaje religioso resulta útil para el poder: disimula la brutalidad y engaña a mucha gente. Sin embargo, la política que utiliza el nombre de Dios para producir y perpetuar desigualdad y pobreza no solo es injusta, sino indecente.
El papa Francisco invitó recientemente a “desenmascarar cualquier intento de manipular a Dios con propósitos que no tienen nada que ver con Él”. Y ciertamente, la corrupción, los altos salarios mientras otros pasan hambre o mantener sistemas de salud y educación que marginan, excluyen y perpetúan la desigualdad social no tiene nada que ver con Dios. En su alocución ante un buen número de representantes de las principales religiones del mundo, el papa insistió en que “la violencia, de hecho, es la negación de cualquier religiosidad auténtica”. Insistencia que choca frontalmente con los políticos salvadoreños que quieren frenar la violencia con más violencia, repartiendo armas de fuego a la población o animando a diferentes formas de represión social.
Esto no quiere decir que quienes tienen sentimientos religiosos deben abstenerse de participar en la política. Al contrario, es importante que la gente que cree en un Dios que nos convierte a todos en hermanos participe en la construcción de una sociedad diferente a la actual. Ello llevaría a universalizar con la misma calidad los derechos a salud, educación, seguridad y vivienda. Despreciar al prójimo, tener a una tercera parte de la población en pobreza, matar, odiar o creer que la violencia se cura con más violencia no tiene nada que ver con el cristianismo. Como nos dice Francisco, cualquier justificación de la violencia “debe ser condenada por todos, especialmente por las personas religiosas, que saben que Dios es bondad, amor y compasión, y que en Él no hay lugar para el odio, el resentimiento o la venganza”.
El ideal, entonces, es traducir los valores de bondad, amor, generosidad y compasión del Evangelio a una política social coherente con ellos. Nadie que cree realmente en el Evangelio permanece indiferente ante una situación en la que la educación está mal atendida, da un servicio desigual y no está universalizada. A pesar de los esfuerzos, dignos de alabanza, de muchos maestros y autoridades, no se puede hacer milagros con el presupuesto educativo actual, escaso y débil. En el caso de la seguridad, es evidente que se debe buscar que las leyes y las normas se cumplan, en lugar de abrir campo a ejecuciones extrajudiciales o redadas indiferenciadas. Está fuera de discusión que en las pandillas hay criminales que deben estar presos, pero son personas, conservan sus derechos básicos, no se les puede someter a tratos crueles y degradantes, o asesinarlos impunemente una vez sometidos. Tampoco todos los pandilleros tienen el mismo nivel de responsabilidad ni sus delitos son igual de graves. Es la investigación y la justicia las que deben actuar y decidir, no el odio, la venganza o la desesperación ante la ineficiencia del Estado en la persecución del delito.
Dios está a favor de la vida, no de la muerte. Ese es un mensaje para todos, sean delincuentes o políticos. Quienes creen en Dios no pueden ni deben utilizar su nombre para pedir venganza o violencia. Se puede y se debe pedir justicia social, económica y educativa, y por supuesto justicia penal frente al delito. Se debe exigir al Estado que cumpla con su obligación de educar, proteger, cuidar la salud y el medioambiente, y dar seguridad plena a todos. Se debe participar en política para lograr esos ideales. Y debemos pedir a Dios sabiduría para hacer las cosas bien. Pero mezclar a Dios con la indiferencia ante los pobres, con la injusticia social, con la corrupción política o con las llamadas a la violencia sería lo que desde una terminología religiosa solo se puede catalogar como blasfemia.