El Salvador ha aparecido en una clasificación internacional como el tercer país más consumista del mundo, si se compara el costo del consumo con lo que el país produce. Y es que el costo de lo que consumimos es superior a nuestro producto interno bruto. Consumo que, para colmo de males, no está ni bien orientado ni ofrece productos de la calidad necesaria. Porque también recientemente se ha hecho una inspección de farmacias y más de la mitad de ellas tienen deficiencias respecto a las suaves normas de protección del consumidor que existen en El Salvador.
El consumismo desbordado, e incluso sujeto a diversas malas prácticas de los vendedores, se convierte en lo contrario de lo que debe ser el consumo informado. En efecto, el consumo puede contribuir en ocasiones a la reactivación económica de una región o de un país. Pero gastar más de lo que uno produce, endeudándose sistemáticamente, nunca lleva a un futuro mejor. Los salvadoreños que se han dejado llevar por el espejismo de las tarjetas de crédito, y que hoy lamentan el embargo al que está sometido su salario, constituyen una verdadera legión. Muchos de ellos, engañados por la misma propaganda de las tarjetas, se empeñaron hasta el exceso. Y las tarjetas pueden crear espejismos y mentiras, lo mismo que la propaganda consumista, sin que nadie les exija responsabilidades; mientras, la víctima del consumismo queda con la totalidad de sus obligaciones y con su vida económica quebradas. Y eso sin hablar de la estafa que supone el hecho de que en diversas farmacias se venda medicina vencida.
Pocas veces vemos propaganda educativa de las instituciones que deberían hacerla, precaviéndonos de un consumo exagerado, del uso irresponsable de las tarjetas de crédito, etc. El acceso al consumo informado es un derecho de las gentes. Y tener capacidad de consumo, hoy en día, es la expresión básica de un salario decente. Pero el consumismo desbordado, y con frecuencia mentiroso, que se nos predica y que se practica en El Salvador no nos lleva a nada bueno. Aún no ha sido estudiada a fondo la relación entre consumismo y delincuencia, pero el interesante estudio sobre el trabajo decente que hizo el Programa de las Naciones Unidas en El Salvador daba el dato de que el ladrón común tenía un ingreso promedio mensual superior al salario promedio de nuestro país. No es exagerado, pues, presumir que el consumismo y su desbordada propaganda tengan algo que ver con el delito. Si a nuestros jóvenes desocupados, que se pasan buena parte del día oyendo o viendo mensajes de medios de comunicación, les decimos que consumir en abundancia es indispensable para vivir la vida a fondo, no es de extrañarse que algunos de ellos, con las ansias de ser y de tener bien revueltas, opten por caminos ilegales de ingreso que les permitan saciar el deseo de consumir inducido por la propaganda.
El ahorro, propiciado e incluso exigido por el Estado, y que garantice las posibilidad de invertir en vivienda, educación de calidad y salud, ha sido para muchos países camino de salida de la pobreza e inicio de un recorrido relativamente rápido hacia el desarrollo. Pero nuestros Gobiernos hasta ahora han preferido fomentar más el consumo que el ahorro. Y han mantenido a El Salvador en un deficiente y lento desarrollo, marcado además gravemente por la desigualdad. Un desarrollo que al acrecentar las desigualdades, o mantenerlas, produce muy diversos efectos: entre ellos, la migración, la violencia y la falta de cohesión social. Si el actual Gobierno en verdad desea el desarrollo con equidad y justicia social, tiene que plantearse una normativa más exigente frente a la propaganda consumista, que tanto daño ha hecho hasta ahora, e iniciar una campaña en favor del ahorro. Campaña respaldada por reformas estructurales que permitan que el ahorro del ciudadano sirva, en el medio plazo, para conseguir la propiedad de una vivienda, la salud y la educación necesarias para insertarse adecuadamente en un desarrollo digno. Algo se está haciendo ya, pero hay que insistir en que es necesario hacer más.