Hay cosas que no pueden ser. No se puede matar fiscales, jueces, policías y soldados, quedando el crimen en la impunidad. Investigación, captura y juicio debe ser la regla general ante cualquier crimen. Pero en el caso de quienes protegen y defienden derechos, ese proceso debe tener una urgencia y exigencia especial. No porque sean ciudadanos de rango especial, sino porque el adecuado proceso de investigación y juicio es la única manera de defender a quienes defienden. Pero tampoco se le puede decir a la ciudadanía que 25 pandilleros atacan con armas largas a 5 soldados y que en el enfrentamiento mueren 9 de los primeros mientras los soldados resultan ilesos. Desde hace meses, se repiten noticias parecidas. Se reporta que policías o soldados son víctimas de ataques y emboscadas, y que al repeler el asalto matan a cinco o más de los atacantes sin sufrir bajas. Si un solo caso contado de esa manera resulta increíble, varios hacen sospechar que existe una política de exterminio de supuestos o reales delincuentes. Quiénes alientan o permiten ese proceder, violando así derechos básicos de una democracia, es una pregunta que debe hacerse cualquier persona civilizada, cualquiera que esté en contra del imperio de la barbarie. Es una pregunta que deben hacérsela, sobre todo, las autoridades del país, de tantas maneras ensangrentado.
La vida humana es sagrada. Nuestra Constitución declara ilegal la pena de muerte. Pero la destrucción de vidas continúa como plaga y epidemia enlutando a El Salvador. No se trata de dilucidar si unas vidas valen más que otras, o si unas muertes son justas y otras injustas. El hecho es que el homicidio está demasiado presente en nuestro panorama social. Y que el rechazo debe ser más unánime, permanente y claro. No puede ser que usemos la situación de inseguridad como un arma política, partido contra partido, aunque sí debamos criticar de un modo sistemático todo tipo de violencia y todo tipo de impunidad. No puede ser que dejemos a la Policía indefensa frente al crimen, como tampoco es tolerable la impunidad en la que quedan la mayoría de los asesinatos. Ver la realidad brutal en la que vivimos, sin disculpas ni paliativos, sin culparse unos a otros, y poner los recursos para enfrentar la violencia es de total urgencia tanto en el campo de la justicia como en el de la ética y la responsabilidad.
Es probable que el esfuerzo por vencer la violencia tenga a veces momentos de lentitud insoportables. Pero la situación actual es, en número de homicidios, muy parecida a la de los últimos cincuenta años. Desde la década de los sesenta, incluso en los años más pacíficos, la tasa de homicidios no ha sido menor del triple de lo que se considera una epidemia. Epidemia de homicidios, epidemia de heridos en intento de homicidio, epidemia de dolor, depresión y angustia ante la muerte injusta de un ser querido. Esto no es lentitud, es inacción. Porque continuamos sin llevar los medios a los niveles requeridos por la dureza de la epidemia. Como en muchas otras cosas, nos limitamos a promulgar leyes sin fortalecer instituciones. Hablamos de derechos universales, pero estratificamos a nuestra población en niveles de riesgo y de seguridad diferentes. Hay viviendas seguras y viviendas vulnerables. Hay centros comerciales tranquilos y mercados peligrosos. Calles sin puntos de asalto y zonas de difícil tránsito a determinadas horas. Y casi todo determinado por el nivel económico o el estatus social. Casi como si viviéramos en dos o tres países distintos que conviven en este diminuto territorio, al igual que conviven salarios tan diferentes, medicina tan desigual y de diverso nivel, educación tan segregadora, pensamientos tan clasistas.
El Estado tiene que hacer un esfuerzo especial por proteger a quienes tienen la tarea de protegernos, pero tiene también que controlar cualquier exceso de fuerza en la persecución del crimen. Porque el exceso de fuerza, al final, acaba dejando al ciudadano más desprotegido. Y especialmente deja en una peor situación al pobre y al excluido, porque el exceso de fuerza estatal rara vez se hace presente en los barrios privilegiados. Con frecuencia vemos en los periódicos fotos de grupos de jóvenes descamisados, a veces relativamente numerosos, detenidos por la Policía. Pero nunca vemos que esa situación se dé en colonias como Santa Elena o en las un tanto más modestas, pero bien amuralladas, protegidas y cuidadas colonias de clase media alta. Las muertes masivas, que deben ser investigadas a fondo, no ocurren en zonas de confort. Tomarse en serio los problemas de exclusión; invertir en la gente; dialogar sobre las vías de desarrollo (hasta ahora generadoras de exclusión y desigualdad); apostarle a la juventud son tareas urgentes e indispensables para vencer la violencia. Controlar la fuerza estatal, investigar a fondo hechos que apuntan a ejecuciones sumarias, es también necesario.