El domingo pasado se celebró el Día Internacional de la Paz, y la fecha pasó sin reflexión ni consideración en El Salvador, excepto por el texto que en este espacio universitario dedicamos al tema. Hace también unos días, el papa Francisco, recordando el centenario de la Primera Guerra Mundial, lanzó un serio alegato contra los conflictos armados, insistiendo en la existencia actual de “una tercera guerra combatida por partes, con crímenes, masacres, destrucciones”. Criticó a la industria del armamento como planificadora del terror y organizadora del desencuentro, y denunció la existencia de intereses, estrategias geopolíticas y codicia de dinero y poder que, disimuladas ideológicamente, se esconden detrás de estas guerras cotidianas, olvidadas a veces, destructoras siempre.
En la violencia que vivimos en El Salvador, hay también una destrucción de la vida por partes. La frecuencia con la que se repiten homicidios y agresiones de variado tipo nos hace pensar en una guerra de baja intensidad, con frecuencia utilizada ideológicamente para fines políticos, y sin duda también vinculada con intereses en los que la codicia está presente. En la política, se habla demasiado sobre la violencia y se ha hecho siempre muy poco. Se responde más con discursos que con hechos. La impunidad en la que queda la mayoría de los crímenes es la prueba de ello. Mientras los políticos se acusan unos a otros, las instituciones permanecen inoperantes y los muertos los sigue poniendo la población. En lo que respecta al armamentismo, todos conocemos el exceso de armas de fuego que hay en nuestro país. En las páginas amarillas aparecen, solo en el gran San Salvador, doce negocios que venden armas. En los anuncios clasificados aparecen con frecuencia particulares ofreciendo armas. En una publicación de la UCA de 2000, titulada “Las armas de fuego en El Salvador”, se calculaba la existencia de 400,000 armas en posesión de civiles, de las cuales solo cerca de la mitad estarían legalmente inscritas.
Además del discurso vacío, la respuesta política a este tipo de guerras de la violencia cotidiana casi siempre ha estado marcada por la fuerza, más que por la inteligencia. Y la paz duradera nunca se construye sobre la violencia, la mano dura o la humillación del vencido. Las causas estructurales de la violencia, como la pobreza, la desigualdad, la cultura autoritaria y machista, se dejan olvidadas en las políticas de seguridad. Lo mismo que se deja en absoluta libertad a quienes, comerciando armas, aunque sea legalmente, trafican con la muerte ajena. El alcohol, uno de los detonantes de la violencia, apenas tiene restringida horariamente su venta en salones y bebederos. El negocio se aprecia más que la prevención de la violencia. Y la cultura autoritaria se refleja constantemente en los procedimientos institucionales, desde fotografiar y exhibir públicamente en calzoncillos a personas capturadas, hasta poner esposas a personas que no son peligrosas ni tienen deseo o capacidad de huir. Si a ese maltrato lo llamamos presunción de inocencia, mejor podríamos tirar a la basura varios artículos de la Constitución que hablan de respetar la integridad moral, la dignidad de la persona, así como de impedir penas infamantes. Máxime teniendo en cuenta que la mayoría de las personas exhibidas de ese modo salen después libres en calidad de inocentes.
La paz no se construye con autoritarismos, sean estos económicos, sociales, políticos o policiales, sino con respeto al ser humano en todas sus necesidades básicas. El diálogo como camino inicial de solución de conflictos, la educación como desarrollo de capacidades, la salud como plenitud de vida, la vivienda decente y con servicios básicos, sin hacinamiento, como garantía de un hogar digno son caminos de construcción de la paz. La exclusión y la marginación, la desigualdad, los salarios mínimos indecentes y humillantes, el maltrato de las instituciones son siempre fuente de tensión y violencia. Construir la paz es cambiar la cultura, es apoyar decidida y generosamente el desarrollo, es sacrificar ventajas y ventajismos individuales en favor de una universalización de los derechos básicos. Y es, sobre todo, una tarea necesaria, urgente e indispensable que exige generosidad y sacrificio personal en nuestro querido El Salvador.