La firma de los Acuerdos de Paz que puso fin a la guerra civil salvadoreña cumple 23 años. Ponderarlos en base a la situación actual de El Salvador puede llevar a valoraciones que no hacen justicia a aquel histórico y trascendental 16 de enero de 1992. Sin duda, el mayor anhelo del pueblo salvadoreño era la paz. Por ello, muy probablemente los Acuerdos constituyan el único acuerdo de nación que hemos tenido y que contó con la aprobación de prácticamente todos los sectores del país. Desvirtuar sus logros tampoco hace justicia a las decenas de miles de víctimas del conflicto armado, tanto las que murieron inocentemente como los que ofrendaron su vida conscientemente para transformar el país. Frente a quienes los desvirtúan y los relativizan, hay que decir sin ambages que los Acuerdos de Paz representan la reforma política más importante en la historia salvadoreña y el punto de partida para la construcción de la democracia, un camino en el que todavía nos queda mucho trecho que recorrer.
También hay que decir que los Acuerdos no solo son un hito en la historia del país, sino que produjeron transformaciones en las mismas Naciones Unidas. La ONU, recordemos, nació al final de la Segunda Guerra Mundial para mantener la paz y la seguridad mundial, es decir, para mediar entre los Estados. Incursionó por primera vez en la búsqueda de una solución a un conflicto interno en el caso salvadoreño. Después de eso, la ONU extendió su trabajo en la mediación de conflictos intraestatales. El logro de la paz por la vía de la negociación en El Salvador fue catalogado por la ONU como uno de los esfuerzos más exitosos en el mundo. Por todo esto, es importante y necesario conmemorar el aniversario de los Acuerdos de Paz; este año de manera especial con la visita del secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, y su homólogo en la OEA, José Miguel Insulza.
Ahora bien, después de reconocer la trascendencia del acuerdo, hay que afirmar que su cumplimiento y sobre todo sus alcances, más allá del innegable beneficio de silenciar las armas, no fueron los esperados. Dicho muy sintéticamente, la guerra en el país tuvo dos causas: una política, constituida por el cierre de espacios para todo tipo de disidencia y por la represión y persecución contra toda protesta y oposición; y la otra, socioeconómica, expresada en las abismales desigualdades entre un reducido grupo de familias que dominaba y se beneficiaba de la economía, y las grandes mayorías excluidas que sufrían los estragos de la pobreza. Ciertamente, los Acuerdos tocaron de frente la causa política de la guerra, pero dejaron solo insinuado un camino para enfrentar la causa socioeconómica. De este modo, 23 años después, está claro que fue ingenuo pensar que el fin de la guerra traería la paz social al país, cuando una buena parte de las causas que originaron el conflicto quedaron intactas y cuando las heridas de la guerra se quisieron borrar por decreto.
El papa Juan Pablo II acertó cuando advirtió: “Que nadie se haga ilusiones de que la simple ausencia de guerra sea sinónimo de una paz verdadera. No hay verdadera paz si no viene acompañada de equidad, verdad, justicia y solidaridad”. Justo eso sucedió en El Salvador. No es cierto entonces que la situación actual no tiene nada que ver con lo que pasó hace 23 años. Cuando era vicepresidente de la República, Salvador Sánchez Cerén reconoció que la violencia, la pobreza y una reconciliación incompleta persisten sin cumplirse los Acuerdos de Paz. Estos silenciaron las armas. Ahora, muchos piensan que solo usando las armas puede pararse la violencia que sufrimos. No entienden que si no se mejoran las condiciones económicas y sociales de la mayoría de la población, la paz verdadera nunca llegará.
Hay que recordar y celebrar los Acuerdos de Paz, pero no podemos hablar de paz cuando la violencia es el principal problema del pueblo salvadoreño. No se puede hablar de paz cuando hay familias que todavía no saben lo que sucedió con sus parientes durante la guerra. La paz tiene que ver también con la satisfacción de necesidades básicas de la gente para que viva en condiciones dignas. Por eso, honrar los Acuerdos es aceptar que falta mucho por hacer para alcanzar la paz.