Se suele pensar que conflicto y violencia son sinónimos, lo cual es falso. Hay un discurso social y mediático que hace aparecer el conflicto como algo negativo, algo que, en consecuencia, debemos evitar, ocultar o evadir. Se le sataniza porque se le asocia directamente con la violencia. Cuando se quiere decir que una persona es buena, se afirma que “no tenía conflicto con nadie”. Sin embargo, los conflictos son parte de la vida cotidiana, son, digamos, connaturales a la condición humana, son algo normal. Son situaciones en las que dos o más personas tienen intereses contrapuestos. El conflicto en sí no es bueno ni malo, aunque produzca incomodidad. La clave está en cómo se resuelve. Cuando el conflicto es social, se vuelve crucial la manera de solucionarlo. Lo prudente y racional sería hacerlo por la vía no violenta. Sin embargo, en el país la cultura imperante nos dice lo contrario. Por ende, la violencia ha pasado a ser algo normal entre nosotros. Los ciudadanos hemos aprendido a convivir con ella, los historiadores nos hablan de la violencia como una constante en la historia nacional. La violencia es el pan de cada día para los salvadoreños.
Aunque para muchos carezca de importancia, el discurso que asocia el conflicto con la violencia ha sido muy dañino para El Salvador. A la guerra civil se le llamaba “conflicto”. De hecho, se suele hacer referencia a la finalización oficial de la misma con la expresión “el fin del conflicto”. Al día de hoy, también es frecuente que se hable del “posconflicto”. Pero más bien fue un grave conflicto social lo que produjo la guerra como camino —equivocado para algunos, forzoso para otros— para solucionarlo. Al terminar la guerra, cesó la violencia armada, pero no el conflicto. Haber entendido que con el silencio de las armas terminaba el conflicto fue un grave error, pues todo conflicto mal resuelto es susceptible de despertar violencia. Monseñor Romero lo vislumbró y por ello advirtió que si no se acababa con las injusticias, la violencia tendría otras manifestaciones, los nombres serían otros, pero siempre habría asesinatos. Y eso es lo que le ha pasado al país. Se logró la paz, pero el conflicto social quedó casi intacto, sobre todo en sus manifestaciones sociales y económicas. Las víctimas de graves violaciones a derechos humanos también tuvieron la misma suerte. Se decretó perdón y olvido, se quiso obligar a pasar página. Y lo que sucedió fue que la impunidad adquirió carta de ciudadanía. A veinticinco años del fin de la guerra, estamos ahogados en una ola de violencia criminal.
En el país, muchos se resisten a aprender de la historia. Pretenden resolver la violencia criminal con más violencia. Creen que exterminando a los violentos terminará el conflicto. Se equivocan. Podrían asesinar a muchos jóvenes pandilleros, pero no se resolverá el problema. Si se quiere reducir o —siendo optimistas— acabar con la violencia, hay que atender al conflicto que la provoca; es decir, atacar las causas que provocan la situación actual. En esta línea, los medios de comunicación, los centros educativos y todo el que tiene un papel en la generación de la opinión pública debiera poner empeño en revertir ese discurso social que ha hecho tanto daño. Hay que insistir en la normalidad de los conflictos en tanto inherentes a la vida humana y en la necesidad de superarlos pacíficamente, para beneficio de todos los involucrados. Se debe desnaturalizar la violencia como medio de solución de toda diferencia y altercado. Hay que seguir insistiendo en que violencia y conflicto son cosas diferentes.