La revista inglesa The Economist, de claro corte capitalista y liberal, publicó recientemente una serie de cuadros en los que se mide la calidad democrática de los países latinoamericanos. En la clasificación se definen cuatro niveles: democracia plena, democracia defectuosa, regímenes híbridos y regímenes autoritarios. De América Latina, solo Uruguay y Costa Rica aparecen en la lista de las democracias plenas. Guatemala, Honduras y Nicaragua están en la clasificación de regímenes híbridos o, en otras palabras, países que mezclan algunos aspectos democráticos con dosis demasiado altas de autoritarismo y corrupción. El Salvador aparece junto a Chile, Argentina, Panamá y Brasil, entre otros, dentro de las democracias defectuosas.
Más allá de que se esté o no de acuerdo con esta clasificación, lo cierto es que los países centroamericanos tienen la calidad suficiente de ciudadanía como para poder ser democracias plenas. Pero no lo son porque sus partidos políticos han avanzado muy poco. La diferencia es clara cuando a estos se les compara con la sociedad civil o el mundo profesional. Mientras la sociedad civil mantiene en general una capacidad de análisis y debate racional, los partidos se enzarzan con frecuencia en debates estériles de orden ideológico y persiguen intereses más de grupo que nacionales. La sociedad civil analiza con mayor rigor la realidad nacional, mientras a los partidos les pesan demasiado los privilegios que tratan de mantener. Temen más a la opinión pública que a la verdad. Y por la misma razón tratan siempre de manipular la primera a su favor. Este afán político de manipular cualquier acontecimiento crea una especie de polarización que en muchos aspectos frena el desarrollo y la implementación de soluciones racionales a problemas o conflictos.
Un ejemplo de este tipo de actitud se ha visto en los debates sobre la posibilidad de tener en nuestro país una comisión internacional contra la impunidad, como la que funciona en Guatemala. Unos la exhiben como amenaza contra el Gobierno; otros la niegan como pérdida de soberanía o como manifestación de fracaso interno. En realidad, es evidente que necesitamos ayuda externa para salir adelante tanto en el campo del desarrollo económico como social. Todos los Gobiernos, del color que sean, insisten en buscar inversión extranjera. El apoyo internacional al desarrollo está muy bien cotizado en las filas de los dos partidos que han gobernado, y ambos han tenido en el Ministerio de Asuntos Exteriores oficinas encargadas de buscar recursos y donaciones. En ese sentido, llama la atención que teniendo un sistema judicial y cuerpos auxiliares tan débiles, no se vea con interés algún tipo de ayuda. La única explicación es precisamente el miedo a perder el monopolio de las decisiones y el control de los problemas.
Crecer como democracia, en los aspectos económicos y sociales, es una tarea pendiente para el país. Nuestro desarrollo ha tenido un ritmo demasiado lento. Y cuando el crecimiento económico ha ido un poco mejor que el actual, no ha estado acompañado por desarrollo social. Continúan vigentes y sin crítica política las viejas estructuras socioeconómicas que otorgan ventajas a los que más dinero tienen. Mientras la ciudadanía es cada día más consciente de que el acceso a los derechos humanos económicos y sociales debe tener bases comunes y universales, los partidos siguen manteniendo sistemas de salud, educación, vivienda o salario que discriminan, multiplican la desigualdad y estratifican a la mayoría de la población, incluso a los más pobres, en superiores e inferiores, en gente con más derechos y gente con menos derechos.
Es precisamente ese factor el que convierte a nuestra democracia en defectuosa. No porque falte conocimiento de la situación o porque no haya personas que deseen una democracia económica y social, sino porque los partidos políticos se han dedicado más a gestionar intereses de grupo que el bien nacional. Y olvidan y marginan a la sociedad civil, no entrando con ella a un debate serio sobre la construcción de un país con pleno acceso a derechos básicos universales. El hecho de que un diputado, por ley, gane casi cuarenta veces el salario mínimo legal más bajo muestra claramente la debilidad de nuestra democracia. The Economist dice que el nivel de violencia es una de las razones que hacen de El Salvador una democracia defectuosa. Pero esa violencia tiene fuertes raíces en la brecha entre la política y la ciudadanía. La conciencia del salvadoreño sobre los derechos comunes y la igualdad en dignidad contrasta con las estructuras económicas y sociales que las élites económicas y políticas mantienen y defienden. La gran mayoría de la población pide sin éxito cambios a los políticos. Otros emigran al sentir que no hay un proyecto serio de futuro. Y otros se rebelan de un modo salvaje e inadmisible, multiplicando desde el delito la violencia estructural. La superación de este orden de cosas llegará cuando la conciencia ciudadana supere la inercia y la polarización, y exija a todos los partidos la eliminación de estructuras económicas y sociales obsoletas, y su sustitución por otras que garanticen la plena igualdad en los derechos básicos de la ciudadanía.