Se presentó como una buena noticia y en parte lo es: El Salvador ocupa un asiento, por elección democrática, en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU. Es buena porque muestra que hay ojos puestos sobre nosotros y que nos ven avanzar en el campo de los derechos humanos, lo que para El Salvador es un desafío permanente. Pero participar en ese Consejo tiene exigencias. No sería correcto pertenecer al grupo y mantener dentro del país acciones u omisiones directamente violatorias de derechos humanos. En ese sentido, estamos llamados a corregir errores. Porque el país mantiene, a pesar de los avances, conductas institucionales claramente reñidas con los derechos humanos y la práctica internacional de los mismos.
La Fuerza Armada, por ejemplo, todavía no ha pedido perdón por los crímenes del pasado cometidos sistemáticamente desde sus filas y encubiertos institucionalmente hasta el presente. El Gobierno de la República, a nivel del Ejecutivo, ha sido incapaz de quitar el nombre del teniente coronel Domingo Monterrosa de la brigada de infantería situada en San Miguel. Pide perdón el Presidente de la República a las víctimas de la brutalidad en El Mozote, pero se mantiene como héroe, de parte de una instancia dependiente del Ejecutivo, a una persona señalada por la Comisión de la Verdad como implicado en esa terrible masacre. Además, El Salvador no ha cumplido con las recomendaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA en los casos de monseñor Romero y de los seis jesuitas y sus dos trabajadoras asesinados en la UCA.
Los Estados pertenecientes a la OEA, como El Salvador, están obligados por tratado internacional a poner sus mejores esfuerzos para cumplir las recomendaciones de la Comisión Interamericana. Pero acá los esfuerzos se han puesto más en el encubrimiento y la defensa de los asesinos que en buscar la justicia. El sistema judicial, aun teniendo algunos jueces decentes, ha sido incapaz de tratar con libertad y apego a la legislación internacional los casos graves de violaciones de derechos humanos del pasado. La jurisprudencia internacional provoca miedo en las élites y desinterés en los poderosos.
Por otra parte, que desde afuera nos vean avanzar no quiere decir que nos vean bien. Lo que hoy ganamos podemos perderlo mañana en la medida en que seamos incapaces de solucionar la enorme deuda que tenemos con los crímenes del pasado y, en muchos aspectos, también con los del presente. La Iglesia se apresta a beatificar a monseñor Romero, pero nuestra institucionalidad es incapaz de actuar en consecuencia. No es suficiente con andar poniendo el nombre del arzobispo mártir por todas partes si somos incapaces de cumplir las recomendaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. La demagogia también se puede esconder detrás de las alabanzas a los mártires y las víctimas si simultáneamente bloqueamos la justicia.
Los derechos humanos no son un tema de juego. Pero nuestras élites políticas están demasiado acostumbradas a reírse de los derechos de la gente. Si no fuera por una Sala de lo Constitucional independiente y unos ciudadanos decentes que pusieron un acertado amparo, el derecho que da la Constitución desde 1983 a la indemnización universal seguiría durmiendo en la abulia, desinterés y pereza de la mayoría de diputados. Y esto toca a todos los partidos, incapaces de fijar un solo salario mínimo decente sin las vergonzosas disonancias de la reglamentación actual. La elección al Consejo de Derechos Humanos no debe verse como el triunfo de un partido. Si ha mejorado el clima de derechos humanos en El Salvador ha sido por la activa defensa de estos por parte de la sociedad civil. Y ha sido gracias a ella que se ha conseguido el reconocimiento en las Naciones Unidas. Escuchar a estas organizaciones, empeñadas en marcar sendas de respeto a los derechos y que continúan defendiendo y apoyando a las víctimas de las grandes violaciones del pasado, es la única manera de mantener la decencia y la coherencia con la representación que hemos adquirido en esta dependencia de la ONU.