La mezcla de autoritarismo y culto a la riqueza y al poder ha creado en El Salvador un desprecio a los trabajos más elementales. Al respecto, vale recordar parte de lo dicho en la reunión del Estado Mayor del 15 de noviembre de 1989, en la cual varios coroneles insistieron en la necesidad de tomar medidas drásticas contra todo el que no estuviera a favor de ellos. “Es ahora o nunca”, afirmó uno. “Hagamos una noche de los cuchillos largos”, respondió otro. Y finalmente, el que se creía más avispado dijo: “O los destruimos ahora o terminaremos limpiando baños en Miami”. Se traslucía así el desprecio al trabajo de los sencillos y humildes; una actitud que se da en demasiados sectores de nuestra sociedad.
Las discusiones del año pasado sobre el salario mínimo mostraron la pequeñez de ánimo de ciertos empresarios, la falta de visión humanista y social con la que algunos proceden. Pero más allá de ello, lo preocupante es la frecuencia con la que se manifiesta ese desprecio tanto en grandes empresas como en dependencias del Estado. Avianca, por citar un caso, se niega a considerar en el cálculo de las prestaciones de varios empleados las horas extra realizadas. Mal asesorada por una profesional del derecho, la empresa ofende a todos los que en El Salvador deseamos convivir en base a derecho. Y el problema se agrava cuando también las instituciones estatales violan derechos laborales.
Después de despedir a unos empleados de un juzgado nacional, el sistema judicial falló en contra del funcionario que había tomado la decisión y los reinstaló en sus puestos, pero se niega a pagarles los más de veinte meses que estuvieron cesantes. ¿Se desprecia el trabajo de esta gente? Cuando se ha tratado de jueces, se les han reconocido los salarios adeudados por el despido improcedente, en alguna ocasión por más de cinco años. Pero en el caso en cuestión, se trata de trabajadores de base, con bajos salarios. Da la impresión de que el fuerte se impone arbitrariamente sobre el débil, limitándole sus derechos. Que eso se haga en el sistema judicial es simple y llanamente una vergüenza.
Con alguna frecuencia hemos aludido al concepto de “aporofobia”, fobia a los pobres, acuñado por la filósofa y profesora de ética Adela Cortina, quien ha visitado El Salvador para impartir conferencias sobre responsabilidad social empresarial. En 1996, Cortina decía, hablando de su propia sociedad: “No marginamos al inmigrante si es rico, ni al negro que es jugador de baloncesto, ni al jubilado con patrimonio; a los que marginamos es a los pobres”. En nuestro país, la Policía maltrata a quienes piensa que no se pueden quejar, casi siempre pobres. El sistema judicial se vuelve más arbitrario e injusto precisamente con quienes no tienen defensa o la tienen muy débil. Algunas empresas tienden también a ser más duras e irresponsables con aquellos a los que les pagan peores salarios. Lo mismo que los ejecutivos tienden a negarles el saludo a los empleados más sencillos.
Cambiar de actitud no solo es una necesidad cristiana, sino también un verdadero imperativo democrático. Despreciar al pobre niega absolutamente la democracia. La dignidad humana es universal y el trabajo es siempre fuente de dignidad. Irrespetar o despreciar los trabajos más sencillos y humildes daña la dignidad humana e impulsa a muchos a lanzarse a otras formas de conquistar respeto, aunque sea por la vía de la violencia. El respeto al trabajo sencillo comienza por un salario digno y por el cumplimiento pleno de los derechos ciudadanos, laborales y sociales de las personas. Exigir deberes sin ser responsables ante los derechos humanos es la mejor manera de fomentar el desorden social.