Cualquier país que aspira al desarrollo invierte en los niños y los jóvenes. Es un tema de justicia intergeneracional. Lo contrario es suicida. En El Salvador, si bien se ha notado una mayor preocupación estatal por la inversión en la primera infancia, continúa el desinterés por la juventud, en especial por los jóvenes del campo y de los barrios marginales (los otros, los de la clase media, se arreglan solos). Son algunos sectores de la población civil, sobre todo las Iglesias, los que hacen verdaderos esfuerzos por construir en la juventud valores que son indispensables para una vida social pacífica, solidaria y productiva. El problema es serio, porque si no se invierte adecuadamente en ese sector de la población, no habrá desarrollo económico y social. Más aún cuando las tendencias poblacionales indican que muchos niños y jóvenes tendrán que sostener a una población adulta tres veces más numerosa que la actual.
El panorama da poco pie a la esperanza. La mayoría de jóvenes salvadoreños recibe una educación deficiente, no consigue trabajo, emigra, sufre la violencia con mayor intensidad y puebla las prisiones. Es difícil pensar en un país próspero y pacífico cuando se maltrata a la juventud de esta manera. De los casi 30 mil detenidos en este tiempo de estado de excepción, al menos dos terceras partes tienen menos de 30 años de edad. A este ritmo, es muy probable que El Salvador bata el récord mundial de privados de libertad por cada 100 mil habitantes. Algo de lo que no cabe presumir, mucho menos enorgullecerse. El lenguaje dominante, además, es agresivo y confrontativo contra quienes señalan temas o situaciones que implican una crítica a la realidad que vive la gente. Que los jóvenes vivan en este ambiente de pleito político y de rechazo al diálogo no es bueno para ellos ni augura bienestar para el país. Da la impresión que se busca educar para el fanatismo, no para la convivencia.
En cualquier sistema educativo se valora siempre la capacidad del maestro de conversar francamente con sus estudiantes. Antes que enseñar cosas concretas, los docentes deben enseñar a pensar críticamente y a dialogar. Si en la escuela no abunda ese modo de proceder, si en el país se prefiere el grito, el insulto y la mentira, no hay que esperar milagros en el porvenir de nuestros jóvenes. En el conjunto de nuestra juventud hay gente muy buena y muy abierta al diálogo. Personas que no solo se plantean con seriedad los problemas, sino que están dispuestas a colaborar en las soluciones. Pero cuando una buena parte de los adultos y de los gobernantes funciona de otra manera, el peso de la realidad lleva a los jóvenes a adaptarse a lo que hay. La soberbia del poder nunca ha sido promotora eficiente del desarrollo humano, así como la corrupción de las instituciones nunca ha actuado en favor del bien común.
Aunque algunos lo ponen en duda, aún se está a tiempo de abandonar este camino hacia tensiones cada vez más profundas y comenzar a dialogar en serio sobre los problemas nacionales. Aún se está a tiempo de invertir en los jóvenes. Y no es que no se haya hecho nada; la cuestión es que hay que planificar la inversión y sus resultados en el largo plazo. Es descorazonador que el 70% de la población no tenga el nivel educativo de bachillerato y el promedio de educación formal sea de 8 años en los mayores de 25 años de edad. Invertir más en educación, mejorar su calidad y convertir el bachillerato en parte de la educación obligatoria a nivel nacional son acciones básicas para la construcción del futuro de El Salvador. Sin al menos esas acciones, decir que los jóvenes son el futuro de la patria es pura hipocresía.