Desde hace tiempo se sospechaba que miembros de la PNC cometían ejecuciones sumarias. Era muy difícil creer que enfrentamientos que se saldaban con 5, 8 o hasta 9 pandilleros muertos y ni un solo policía herido fueran fruto, como afirmaban las autoridades, de un ataque sorpresivo por parte de los grupos delincuenciales. Si bien el número de muertos en cada confrontación ha tendido a bajar, los choques armados se repiten con frecuencia, lo que incrementa el total de víctimas fatales. En esta línea, investigaciones y análisis del periódico digital El Faro apuntan a que se están cometiendo ejecuciones sumarias de jóvenes ya detenidos.
Hay gente que piensa que estas ejecuciones son fruto de una política encaminada a terminar el problema de las pandillas desde la fuerza bruta. Otros creen que la brutalidad es fruto de la desesperación de una Policía mal pagada, poco protegida, medio abandonada a su suerte y con sueldos terriblemente desiguales entre agentes de base y oficiales ejecutivos. Se piensa, además, que las autoridades no se atreven a procesar a los hechores por miedo a crear un grave problema de disciplina en el seno del cuerpo policial. Pero sea como sea, debe realizarse una investigación seria y exhaustiva sobre el crecimiento sistemático de enfrentamientos mortales entre pandilleros y policías. Si no se toman cartas en el asunto, las sospechas se convertirán en convicciones, facilitadas ya por el maltrato y la violencia que se suelen prodigar durante la detención de sospechosos. Cuanto más se deje correr el tiempo sin investigar y sin imponer disciplina, más difícil será superar la violencia.
Con frecuencia las autoridades gubernamentales invocan a monseñor Romero. Hay que recordarles que nuestro santo es patrón del derecho de las víctimas a la verdad. Y que en las detenciones masivas, realizadas a mansalva por la Policía, se olvidan principios básicos de justicia y se violan derechos fundamentales. Por supuesto, la persecución del delito debe continuar, e incluso intensificarse en algunos aspectos. Sin embargo, debe realizarse en coherencia con una serie de principios básicos de respeto a la dignidad de la persona. El uso excesivo e injustificado de la fuerza, los asaltos nocturnos en los que se siembra terror en familias enteras, las redadas en las que se captura a jóvenes solo por el hecho de serlo no hacen ningún bien al cuerpo policial ni al Gobierno de la República. En el contexto del 25.° aniversario de los Acuerdos de Paz, sería una vergüenza para el país que las instituciones defensoras de derechos humanos solicitaran la venida del relator especial de las Naciones Unidas sobre ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias.
En El Salvador, el derecho a la vida nunca ha tenido el respaldo adecuado. Demasiados homicidios han quedado en la impunidad, e incluso se han emitido leyes dedicadas a proteger a los perpetradores de crímenes muy graves, algunos considerados imprescriptibles tanto por la jurisprudencia internacional como por los tratados firmados por el Estado. Arena, el principal partido de oposición, sigue venerando a Roberto d’Aubuisson, señalado como grave violador de derechos humanos. La cultura de la violencia se sigue transmitiendo de diversos modos, desde las agresiones físicas y verbales intrafamiliares hasta el modo en que algunas autoridades ejercen la fuerza. Otras agresiones más estructurales, como la pobreza, la desigualdad y la indiferencia social e institucional ante el dolor del pobre, siguen dañando la convivencia ciudadana. A las autoridades les compete velar por los derechos de las personas. El uso excesivo de la fuerza por parte de quienes tienen el monopolio de la misma no ayuda a caminar hacia la convivencia en armonía ni augura una solución pronta del problema de la inseguridad. Es una necesidad urgente que las autoridades condenen y corten todo exceso, y abandonen la tradición de intentar acallar la verdad.