Si en algo se distingue la democracia de otros sistemas de gobierno es en el establecimiento de controles sobre el poder. El poder del Estado se ha dividido, precisamente, para que el equilibrio impida el crecimiento exagerado de un sector. Y por la misma razón se establecen sobre todas las partes diversos mecanismos de control. Pero en El Salvador, tal vez porque todavía estamos en etapa de aprendizaje democrático, nos cuesta aceptar el control. Venimos del caudillismo, la plutocracia, el nepotismo y el militarismo. Y de la inveterada costumbre de vender favores, conseguir recomendaciones de políticos para poder trabajar en dependencias de Estado o emitir leyes para proteger amigos o intereses económicos.
Se mantiene vigente en nuestra tierra un poderoso pensamiento clasista que busca compartir el poder entre quienes tienen, al tiempo que excluye a quienes no tienen. Y al hablar de tener, pensamos en dinero, conocimiento, línea partidaria, tradición familiar. Si no fuera por las consecuencias, trágicas en algunos aspectos, daría risa escuchar a quienes ven opciones de lucha de clases en aquellos que reivindican derechos básicos. Los poderosos acusan fácilmente a otros de promover la lucha de clases, mientras son incapaces de darse cuenta de que la prepotencia, el abuso de poder y el enriquecimiento insolidario, muchas veces injusto e incluso ilegal, son formas clasistas de oprimir, ofender y, en ocasiones, matar. La lucha de clases que se invoca para reprimir a los de abajo es con frecuencia una guerra de los poderosos contra los débiles, en palabras de Juan Pablo II. Aun más que una lucha: verdadera guerra de clases, dirigida por los ricos contra los pobres.
Pero sea el poder económico o el político, lo cierto es que ni a uno ni a otro les gusta ser controlados. La riqueza y la política son formas de poder que de vez en cuando tienen desencuentros, pero coinciden en su deseo íntimo de tener sobre sí el menor control posible. Los ejemplos son muchos. Los ricos no quieren leyes que limiten sus ganancias y, en su mayoría, tienen pavor a los impuestos progresivos, aunque lo recaudado vaya destinado a la solidaridad. Los políticos no quieren que la Sala de lo Constitucional interprete la carta magna de un modo diferente al suyo. Y aunque dicen que representan al pueblo, ni siquiera han tenido la inquietud por abrir la Constitución o las leyes a ese sistema de consulta popular que se llama referéndum y que desde hace muchos años es parte de cualquier democracia que se tenga por tal.
En sociedades atrasadas, concederle total libertad de acción a los poderosos o al dictador era conveniente durante algún tiempo. Hoy, el abuso de poder, que nace de la falta de control, es inviable, frena el desarrollo, crea inquietud y protesta social, e incapacita con frecuencia al aparato público para resolver problemas. El autoritarismo es irremediablemente una fuente de corrupción; y la corrupción, de inestabilidad. Pero para muchos de nuestros políticos y de nuestros adinerados líderes empresariales, la falta de controles tiene un sabor delicioso. Facilita la multiplicación de dinero, agasajos, ventajas, fiestas, lujos, prebendas, y tiene la dulce sensación de hacer lo que da la gana. Enviar a los hijos al colegio en el carro de la oficina y con chofer pagado con fondos públicos es casi tan apetitoso como atesorar dineros evadiendo o eludiendo impuestos.
Sin embargo, ese sabroso descontrol de los poderosos, tanto en política como en riqueza, es enemigo de la democracia. Históricamente, la riqueza y la política han tendido a caminar unidas en El Salvador. Cuando hoy no es tan claro que la riqueza y la política caminan unidas, y cuando los ciudadanos tenemos un poco más de voz en medio de esa coyuntura, bueno sería que todos nos esforcemos por exigir controles tanto a quienes tienen el poder del dinero como a quienes tienen el poder del Estado. Los políticos, representen a ricos o a pobres, necesitan controles. Y los económicamente poderosos los necesitan también. Si el sabor del descontrol es dulce para los privilegiados, es amargo para nuestro pueblo. Si estamos convencidos de que la democracia debe servir al pueblo, necesitamos controles sobre el poder. De lo contrario, los poderes, sean del origen que sean, seguirán sirviéndose a sí mismos en detrimento de los demás.