Esta semana, un representante de la estadounidense Agencia de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos (ATF, por sus siglas en inglés) reconoció que la mitad de las armas que ingresan ilegalmente a El Salvador proceden de su país. En el caso de Guatemala, el porcentaje es del 34%; en México, del 70%. Estos datos son aproximaciones a un problema de mayor envergadura, que parece haber ido en expansión en la última década. El tránsito ilegal de armas de Norte a Sur contribuye decididamente en la ola de criminalidad violenta que afecta hoy día al Triángulo Norte de Centroamérica, subregión con las tasas más altas de homicidios del mundo. Tal y como ha sido señalado por diferentes informes internacionales, estos flujos de armas terminan abasteciendo a narcotraficantes, pandillas y otras redes criminales locales y transnacionales que se disputan las rutas de tráfico de droga y el control de los mercados ilícitos en Guatemala, El Salvador y Honduras; grupos que por lo general superan la capacidad armada de las Policías. Con ello, Estados Unidos termina fortaleciendo al enemigo que dice combatir, en países con una enorme debilidad institucional y laxos controles y regulaciones en materia de armas de fuego.
Mucha de la violencia extrema que afecta al Triángulo Norte es favorecida por esos flujos de armas que pasan ilegalmente por las fronteras, los arsenales que quedaron circulando desde el período de las guerras internas, la fuga de armas de los Ejércitos de estos países hacia las redes criminales y de narcotraficantes, y las del mercado lícito que pasan a nutrir los circuitos de armas ilegales. De acuerdo a fuentes oficiales, en Guatemala, El Salvador y Honduras, entre el 70% y 80% de las muertes violentas ocurridas anualmente están asociadas a las armas de fuego, además de las miles de lesiones, robos, violaciones, amenazas y otros graves delitos que son cometidos con estos artefactos. El nivel de letalidad de la violencia actual en estos países también está asociado al tipo de armamento que cruza las fronteras y circula libremente. Las incautaciones de los últimos años incluyen revólveres, rifles de asalto, escopetas, AK-47, M-16 y granadas de mano.
Un informe sobre seguridad presentado recientemente por el Iudop muestra que en El Salvador, en los últimos cinco años, el 15.7% de los pacientes atendidos por lesiones de armas de fuego en la red de hospitales públicos falleció; en el caso de los lesionados por arma blanca, la mortalidad es del 2.2%. Esto sin mencionar que los sobrevivientes de un ataque con arma de fuego ven seriamente limitada su calidad de vida debido a las discapacidades, enfermedades, dolencias y diversas secuelas físicas y psicológicas asociadas al episodio de violencia. Un estudio de 2004 señala que el costo promedio de hospitalización de un lesionado por arma de fuego rondaba los $3,418.87 dólares; esto sin incluir los gastos por tratamientos extrahospitalarios y de recuperación posterior que requiere cada paciente. Las últimas estimaciones de costos en salud que acarrea la violencia criminal alcanzaban los 1,144 millones de dólares al año, lo que representa el 6.1% del PIB. Esto, en un país como El Salvador, con los graves problemas económicos y presupuestarios que enfrenta, es insostenible en el tiempo.
Frenar el flujo ilegal de armas y regular su venta e importación deberían ser acciones de alta prioridad en el país, que ve mermado día a día su capital humano por la violencia irracional. El reconocimiento de la responsabilidad de Estados Unidos en el problema de la violencia delincuencial armada debería ser aprovechado por el Gobierno salvadoreño para exigirle a la administración de Obama más regulación de sus mercados de armas y de los flujos de estas que cruzan sus fronteras. Mientras no se restrinja este tráfico ni se reduzca la demanda de consumo de narcóticos en Estados Unidos, que sigue siendo el mayor consumidor mundial de drogas ilícitas, la criminalidad en Centroamérica no parará.