Todos los Gobiernos salvadoreños han recurrido a la mentira, aunque eso no quiere decir que solo se hayan dedicado a mentir. Unos más, otros menos, algo hicieron, aunque no lo suficiente para llevar a El Salvador a un desarrollo equitativo. La gente aguantó durante un tiempo. El partido Arena mintió en muy diversas ocasiones y la gente lo votó durante 20 años. El FMLN despertó esperanzas; al final, no logró cumplir sus promesas. Para disimular, mentía también, y la ciudadanía lo toleró 10 años. Cuando era candidato, Bukele criticaba las mentiras del FMLN y Arena, y así se granjeó el apoyo popular. Las mentiras cansan. Por mucho que en algún momento la gente se las crea, la realidad suele ser más fuerte y termina imponiéndose. No se puede prometer desarrollo y dejar que crezca la desigualdad o que la situación de pobreza permanezca prácticamente inalterada. Como decía en otro contexto una filósofa del siglo pasado, el problema de los Gobiernos que mienten es que nunca encuentran un sustituto para la verdad. La fuerza bruta o la propaganda pueden vencer durante un tiempo a la verdad, pero nunca sustituirla.
Con la opacidad informativa convertida en norma y la negativa de acceso a la información transformada en virtud, el Gobierno de Bukele entra de lleno en la tradición de presentar como buenas acciones que lo menos que puede decirse de ellas es que son ambiguas: favorecen a algunos y dañan a muchos. Además, no faltan los funcionarios de la actual administración que se lanzan a mentir sin pudor y que afirman cosas que ni siquiera tienen visos de realidad de cara al futuro. Es cierto que hay sectores que solo ven lo negativo del actual Gobierno y que este tiene la habilidad de emprender acciones inéditas que agradan a muchas personas. Sin embargo, insistir en la mentira y denigrar a cualquiera que critica la actividad gubernamental no es acertado en el largo plazo. Ni el tiempo, ni la verdad perdonan. Y el salto del gusto al rechazo es lo usual cuando se descubre la mentira. Negar hechos evidentes conduce a la desconfianza. Cuando esta aumenta, también lo hacen los problemas.
El pero del Gobierno actual no es que exagera sus éxitos; muchas otras administraciones en el mundo lo han hecho o lo están haciendo. Distinto es anular los mecanismos de control, negar el acceso a datos a los que el ciudadano debe tener acceso, impedir en la práctica cualquier tipo de auditoría y sustituir la información con propaganda. Si el sistema judicial se ve forzado a obedecer e imitar en los modos de acción al Ejecutivo, el panorama pinta aún peor. La docilidad de los jueces a las consignas de la presidencia de la República implica priorizar la propaganda política por sobre la verdad y la justicia. La propaganda, la utilización hábil de las redes sociales, los regalos y las promesa pueden mantener la credibilidad durante algún tiempo. Pero cuando la injusticia social se mezcla con la mentira la presión es demasiada. Dialogar y escuchar las críticas para corregir errores es siempre lo más sensato. Usar y defender medios injustos para finalidades justas solo provoca, además de confusión, el crecimiento de formas muy diversas de corrupción política.