Estamos ya en Semana Santa, uno de los momentos del año más especiales y entrañables para los salvadoreños. Un tiempo que a muchos les permite gozar de la belleza de nuestro país, de sus playas, paisajes de montaña, pintorescos pueblos. Algo que no es fácil de hacer en el trajín cotidiano y que fortalece la vida familiar a través del ocio y el descanso. Pero también la Semana Santa es para un buen grupo de la población un espacio para la reflexión, para intensificar la fe, para revisar la vida y alinearla con las enseñanzas cristianas, para agradecer la existencia de Jesús y su entrega en la cruz, así como su victoria sobre el mal en la gran fiesta de la Resurrección. No hay duda de que la Semana Santa tiene un doble carácter. Por un lado, de descanso y ocio; por otro, de intensa unión con el Dios que nos salva. Ambas dimensiones pueden y deben armonizarse.
En estos días tan significativos, no podemos olvidar que el centro del mensaje cristiano es que Dios tiene un proyecto para la humanidad, un proyecto que Jesús denominó el Reino de Dios, y que desea que se haga realidad para todos los pueblos. Pero la realización de este proyecto se ve obstaculizada por la maldad que se materializa en las acciones de las personas y en las estructuras sociales, económicas y políticas que condicionan la vida humana y la dinámica social. Es la maldad la que impide que la organización de la sociedad responda a la igualdad, a relaciones fundamentadas en la justicia y el bien común. El mal busca que predominen los intereses particulares, el bienestar de unos pocos, la explotación, la diferenciación que ensalza y premia a los poderosos, y rechaza y excluye a los humildes.
La Semana Santa nos recuerda que la fuerza del mal es tan grande y poderosa, su oposición al proyecto de Dios tan fuerte, que condenó a muerte a Jesús, clavándolo en una cruz, la forma más ignominiosa en la que un hombre podía ser ejecutado en aquel tiempo. Debemos relacionar ese mal que mató a Jesús con el que tiene presa a la sociedad salvadoreña; la maldad que ha causado y sigue causando tantas muertes en nuestro país. El mal se ha instalado en el corazón de muchos salvadoreños, pero también en las estructuras que excluyen a una gran parte de la sociedad. De ello ya nos advertía monseñor Romero, y por ello nos invitaba a trabajar por una sociedad según el corazón de Dios.
Dios no quiere que nos matemos unos a otros, que no podamos movernos libremente ni vivir con paz y tranquilidad. Dios se opone rotundamente a que por la fuerza y el miedo unos sometan a otros, les roben, les extorsionen, les obliguen a abandonar sus hogares bajo amenazas de muerte. Tampoco Dios quiere que se paguen salarios que no permiten una vida digna para las familias. Dios condena los salarios de hambre por injustos, porque roban y explotan al trabajador mientras acrecientan la riqueza de unos pocos. Por el contrario, desea que todos sus hijos e hijas puedan ganarse el sustento de cada día con el trabajo, que tengan vida en abundancia, que compartan los bienes de la creación y de la producción.
Tampoco Dios quiere que los pobres, sus preferidos, sean abandonados a su suerte, sin que nadie se preocupe por ellos; que se les nieguen los derechos que les corresponden; que no se les atienda debidamente cuando se enferman, que pasen días y días en los pasillos de los hospitales porque no hay camas libres; que vivan en casas de cartón y lámina, sin alcantarillas, sin agua potable; que se movilicen con incomodidad e inseguridad. Ellos, los pobres, comparten a diario la pasión con el Señor. Y por eso Dios condena a quienes se roban los recursos públicos, a los que estafan al Estado al no pagar sus impuestos, pues con ese dinero robado y defraudado se podrían impulsar mejores servicios públicos, construir viviendas, realizar obras para el bien de todos los salvadoreños. Quienes se aprovechan de los recursos del Estado y evaden impuestos crucifican a la gente más pobre.
Seguir a Jesús es continuar su lucha por el Reino de Dios, defender lo que Él defendió, amar al prójimo como nos enseñó. Es poner la igual dignidad de la persona en el centro de todo nuestro quehacer. Por ello, la Semana Santa, entre el descanso y las celebraciones litúrgicas, los viacrucis y las procesiones, es un buen momento para reflexionar sobre lo que Dios quiere de nosotros, para revisar qué tanto vivimos su proyecto y qué cambios nos exige. Adorar al Dios verdadero pasa por velar por quienes nos rodean, luchar contra el mal, superar las injusticias, hacer que nuestra sociedad esté basada en la igualdad, la verdad, la libertad y la paz. Este es el reto que tenemos los salvadoreños que decimos amar a Dios y querer un país distinto.