Unos comicios que deberían centrarse en temáticas legislativas, pues vamos a elegir diputados, se están mezclando con la elección presidencial, que tendrá lugar un año después. Los periódicos que presumen de grandes, aunque cada vez son más pequeños y menos leídos, se preocupan más por lo que pasará dentro de un año y medio que por las elecciones que se realizarán dentro de seis meses. En esta actitud se refleja la cultura y tendencia autoritarias de nuestro país. El poder legislativo se considera poco importante. Lo que le interesa a los políticos es el control del Ejecutivo, llegar a la Presidencia de la República, porque piensan que desde ahí pueden manipular y condicionar todo lo demás. Esa ha sido la tradición nacional. Arena trató siempre, directamente o través de sus alianzas, de mantener un poder prácticamente absoluto desde el Ejecutivo. La dinámica de los pesos y contrapesos que definen la democracia nunca le interesó. El FMLN, que desde la oposición se quejaba de ese mal, trató de hacer lo mismo durante la presidencia de Mauricio Funes. Y todavía hoy, cuando no le salen bien las cosas, se queja, a veces desaforadamente, contra el poder judicial o cualquier otro que le impida desarrollar sus planes y proyectos.
Si se pasa revista a las ideas de los filósofos ilustrados que inspiraron la democracia, queda claro que la base de la democracia es la elección del legislativo. “Que nos gobiernen leyes y no personas” era el anhelo de los pensadores del siglo XVIII, hartos de los gobiernos de los reyes absolutos y sus caprichos. Ansiaban leyes hechas por todos y en beneficio de todos. Y precisamente, para mantener la convivencia en base a normas universales y en favor del bien común, se dividió el poder entre diversos cuerpos y organismos. El legislativo, en particular, como poder de representación, diálogo y convivencia de la diversidad y diferencias existentes en un país, se creó para lograr que las leyes beneficiaran a todos, no solo a unos pocos. Pero nuestro Parlamento no parece ser un órgano que representa a los ciudadanos, sino una especie de asamblea compuesta en su mayoría por mafiosos que buscan impulsar exclusivamente los intereses de las dirigencias de sus propios partidos.
Teniendo a la vista las elecciones legislativas, es absurdo que se estén manejando ya figuras presidenciales. El Salvador necesita replantearse el papel del legislativo. No puede ser que este órgano del Estado esté tan desprestigiado que nos interese más, y con tanto tiempo de antelación, la elección del poder ejecutivo. Como si este pudiera resolver a solas el marasmo en el que permanecemos. Por el contrario, el examen de las cuatro presidencias anteriores a la actual muestra una línea clara de corrupción, malversación de fondos y desorden. Pero resulta típico en todas las culturas autoritarias querer resolver los problemas desde la que se considera cúpula del poder. Cúpula que es tal por tener el monopolio de la fuerza —tal vez mejor decir de la fuerza bruta—.
Necesitamos reflexionar sobre nuestra Asamblea Legislativa. Necesitamos en ella personas instruidas y con moralidad notoria, como dice la Constitución. Personas que se dejen llevar por su conciencia y por el respeto y cultivo de la igual dignidad de todos. Diputados que sean capaces de proponer e impulsar un servicio de salud pública único y decente para todos los salvadoreños. Representantes que se esfuercen sistemáticamente para que la educación de calidad sea patrimonio universal. Los expertos en desarrollo afirman que ningún país sale del subdesarrollo si no logra que el 70% de su población tenga bachillerato. ¿Llegaremos al desarrollo algún día si solo el 40% de nuestros jóvenes se gradúa de bachillerato? Necesitamos diputados decentes, y los ciudadanos debemos insistir en que el tema de las elecciones legislativas pase por nuestro escrutinio y juicio.
No se trata solo de que las elecciones sean limpias, sino también de que sean decentes. De que sepamos en realidad a quiénes elegimos, y de que los diputados electos se comprometan públicamente con el desarrollo equitativo, con la salud como un derecho de todos, con redes de protección social adecuadas. Sirve para muy poco tener diputados que responden a la violencia con leyes más duras porque no tienen la capacidad ni la voluntad de plantear un desarrollo social y económico equitativo y justo. El poder legislativo es más importante que las ambiciones presidencialistas de algunos iluminados. Distraerse con ellos es en realidad olvidarse de El Salvador y condenarlo al estancamiento en los vicios y problemas de siempre.