“Mientras haya madres que lloran la desaparición de sus hijos, mientras haya torturas en nuestros centros de seguridad, mientras haya abuso de sibaritas en la propiedad privada, mientras haya ese desorden espantoso, hermanos, no puede haber paz, y seguirán sucediendo los hechos de violencia y sangre.” Estas palabras, aunque tienen una innegable actualidad, fueron dichas por monseñor Romero en su homilía del 25 de septiembre de 1977. Él también vivió en días violentos, de sangre, dolor y muerte. Y hoy es una figura reconocida mundialmente por lo que fue e hizo en aquella época. El odio, tan campante entonces como hoy, no encontró resquicio en él, rechazó sin ambages la violencia y condenó la injusticia contra los pobres por parte de quienes tenían el poder, legal o fácticamente.
Ahora, casi 40 años después de aquellas memorables palabras, con demasiada facilidad se invoca a Romero sin tener como referencia su vida, palabra y testimonio. Obras de infraestructura, organizaciones, canciones y poemas toman su nombre, recordándonos casi todos los días a quien se ha convertido en el mayor referente de nuestro país a nivel internacional. Por supuesto, no es suficiente tenerlo como referencia o citarlo como guía espiritual cuando las acciones y actitudes contradicen su ejemplo y pensamiento. No hemos podido desterrar la violencia de El Salvador; los niveles que esta alcanza son cada vez mayores y más crueles. Pareciera que las palabras de monseñor han caído en saco roto, que la semilla que él sembró se secó por abandono.
Es contradictorio que en el país en el que hace un año cientos de miles de personas celebraban con regocijo la beatificación del obispo mártir, gran parte de la población se declare a favor del exterminio físico, es decir, el asesinato, de los miembros de las pandillas; que la mayoría tolere y avale medidas que ponen en riesgo la vigencia de los derechos humanos; que hablar de salidas racionales que privilegien el entendimiento sea tan antipopular como lo fue en su momento el llamado a la paz mediante el diálogo. Seguramente, muchos de los que, por moda, tienen en un pedestal a monseñor Romero lo rechazarían y lo acusarían de defender delincuentes si él se pronunciara hoy por la situación en la que vivimos.
En el fondo, lo que nos sucede tiene la misma causa de antes: no hemos procurado justicia, no solo justicia institucional para combatir la impunidad, sino también justicia social. Este fue el fondo del mensaje de monseñor Romero. Han pasado los años y no lo hemos entendido. Se sigue creyendo que la represión es la primera y única solución al problema de inseguridad y violencia cuando la historia ha demostrado que no es el camino correcto. Desde el anuncio de nuestro beato, nunca se han tocado las estructuras de injusticia y de desigualdad que imperan en el país. Por eso, las siguientes palabras que él pronunció en la homilía de septiembre de 1977 nos las repetiría en la actualidad: “Con represión no se acaba nada. Es necesario hacerse racional y atender la voz de Dios, y organizar una sociedad más justa, más según el corazón de Dios. Todo lo demás son parches. Los nombres de los asesinados irán cambiando, pero siempre habrá asesinados. Las violencias seguirán cambiando de nombre, pero habrá siempre violencia mientras no se cambie la raíz de donde están brotando todas esas cosas tan horrorosas de nuestro ambiente”.