Lo cuenta Teresa Whitfield en su libro Pagando el precio: el 4 de marzo de 1989, el P. Ignacio Ellacuría afirmaba: “Nunca hemos estado tan cerca de la paz (…) no podemos dejar pasar esta oportunidad”. Mientras hablaba, su mano derecha subrayaba el énfasis de su voz con la precisión del gesto de un conductor de orquesta. Entre 12 y 20 mil personas, convocadas por las organizaciones del Debate Nacional por la Paz, cubiertas de sudor y polvo después de marchar por las calles de San Salvador, lo escuchaban en silencio. “El proceso de paz”, continuó, “viene fundamentalmente del pueblo salvadoreño, viene de los 60 mil, viene de los 80 mil mártires del pueblo, viene de los sindicalistas y campesinos asesinados, viene de los estudiantes y profesionales asesinados, viene de los curas y los obispos y las monjas asesinadas, y ese mensaje de muerte se está convirtiendo hoy en un mensaje de vida, y si todo el pueblo dice paz con justicia social, vendrá la paz”.
Esas palabras tan optimistas del rector mártir solo podían estar motivadas por su profunda confianza en la bondad del pueblo salvadoreño y su enorme deseo de que la paz pusiera fin al sufrimiento de tanta gente. Pero apenas ocho meses después de pronunciarlas, entre la noche del 15 de noviembre y la madrugada del 16, Ellacuría era cruelmente asesinado por un escuadrón del Batallón Atlacatl, junto a cinco de sus compañeros jesuitas y dos mujeres laicas, una de ellas de 15 años de edad. La masacre se realizó en cumplimiento de las órdenes emanadas del más alto mando de la Fuerza Armada. Después del crimen, tuvieron que pasar dos años más para que algo de la paz que ansiaba Ellacuría llegara al país.
Han pasado ya 28 años desde el terrible hecho. Y si el padre y sus compañeros pudieran seguir analizando y reflexionando sobre nuestra realidad, sin lugar a duda afirmarían que la oportunidad de alcanzar paz con justicia, una oportunidad histórica que no había que dejar pasar, fue gravemente desaprovechada. El Salvador, en lugar de avanzar hacia la prosperidad y el bienestar de toda su población, se encuentra en una situación reñida con la concordia y con el pleno respeto a los derechos humanos, que es la base de una paz firme y duradera, sustentada en la justicia social. Es difícil hablar de paz cuando se ha vuelto costumbre cerrar cada año con alrededor de cinco mil homicidios. Desde el fin de la guerra, en nuestro país han sido asesinadas más personas que la suma de muertos y desaparecidos en los doce años del conflicto armado.
Todos los informes especializados publicados en 2017 acusan una gran preocupación por el acelerado deterioro del respeto a los derechos humanos en el país. El aumento de la violencia está afectado gravemente los derechos a la vida, la integridad física, la educación y la libertad de circulación. Cada vez con mayor frecuencia, los cuerpos de seguridad actúan haciendo un uso excesivo de la fuerza. Los abusos de poder, el maltrato, la tortura, las ejecuciones sumarias, las detenciones arbitrarias, las acusaciones sin pruebas, las amenazas y amedrentamientos, la falta de investigación no son anomalías ocasionales, sino, según se desprende de las evidencias, modos de hacer y de actuar de demasiados agentes de seguridad del Estado. Esta violencia generalizada también ha incrementado las peticiones de asilo en otras naciones. La abundancia de homicidios contra la juventud es un desafío generacional de primera categoría. Un país marcha al despeñadero cuando permite que sus jóvenes sean agredidos por la violencia criminal y estatal, la escasez de trabajo digno, la marginación, la falta de oportunidades de educación y crecimiento personal.
Ante esta realidad, los mártires de la UCA nos alentarían a la acción, a no caer en la indiferencia. Estas palabras del P. Ellacuría siguen teniendo plena validez: “Por más que en apariencia los políticos y los ciudadanos estén acostumbrándose a una situación intolerable, quizá porque no ven remedio efectivo para ella, en realidad los males que afectan al cuerpo social salvadoreño son tan graves, tan evidentemente graves, que todos y especialmente los más responsables deberíamos acelerar nuestro paso para encontrar cuanto antes, tanto remedios coyunturales como, sobre todo, soluciones estructurales”. Y también nos señala el modo de hacerlo: “La búsqueda del consenso es cuestión de todos y la responsabilidad de conseguirlo no puede dejarse en mano de los políticos exclusiva ni principalmente”. “Es hora de hacer algo nuevo”, nos dice, “algo orientado a la superación de todo tipo de violencia, tanto la estructural como la coyuntural. Y este algo nuevo debe comenzar por una forma nueva de negociación, en las cual las partes propongan soluciones creativas y flexibles”.
Al conmemorar su muerte martirial, deberíamos hacer un examen personal, revisar qué tanto estamos haciendo por la paz y la justicia social, si no hemos caído también en la indiferencia o nos hemos dejado llevar por el pesimismo, aceptando como normal una situación que es intolerable. El Salvador necesita un pueblo unido, dispuesto a promover y exigir un cambio de rumbo para resolver sus graves problemas. Las soluciones no vendrán por sí solas ni de afuera; serán fruto de una exigencia común y deberán representar las aspiraciones de las mayorías. Tal como lo afirmaba el P. Ellacuría: “Si todo el pueblo dice paz con justicia social, vendrá la paz”. Atendamos la invitación de los mártires a exigir colectiva y ciudadanamente la paz y el respeto a los derechos humanos que todo pueblo merece.