Fracaso

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Editorial UCA
02/05/2019

En medio de la vorágine de violencia cotidiana, dos hechos acapararon la atención en la última semana. El primero, la agresión con arma blanca contra una mujer que corría de madrugada en Santa Elena, una zona que se considera tan rica como segura. El segundo, el asesinato en un lapso de tan solo 9 horas de dos miembros de la Policía Nacional Civil y tres de la Fuerza Armada. Con respecto al primer hecho, salta a la vista que el ataque tuvo una inusual cobertura en los grandes medios de comunicación, pese a que este tipo de violencia se sufre a diario.

El 22 de febrero, un repartidor de pan fue asesinado cerca de la Zacamil y otro el 15 de marzo en el cantón Las Cruces, Usulután. El 29 de marzo, un vendedor de frutas y verduras cayó baleado en las cercanías de la Universidad de El Salvador. El 17 de abril, a una vendedora de ropa la mataron en el centro de San Salvador mientras ofrecía sus productos. El 29 del mismo mes, un joven que se ganaba la vida vendiendo pan fue asesinado cuando iniciaba su labor en la lotificación San Álvaro, en Santa Ana. Ninguno de estos casos gozó de la cobertura que tuvo el de la corredora. La única razón de ello parece ser el lugar donde sucedieron los hechos.

En el país se ha normalizado que se mate o se agreda en ciertas zonas, como el centro de la capital, los barrios populosos y el ámbito rural, lo que constituye una forma de violencia simbólica. El asesinato de una persona que comienza su jornada laboral en una zona económicamente deprimida recibe mucha menos atención que el ataque a una persona que hace deporte en una exclusiva. Por supuesto, todos los casos son igualmente condenables; cualquier persona merece que se tomen las medidas necesarias para garantizar su integridad física y moral. Sin embargo, aunque esto sea reconocido en las leyes y en los discursos, en la práctica los salvadoreños no son tratados como iguales.

Con respecto al segundo hecho, como ya ha pasado antes cuando un agente policial o un miembro del Ejército son asesinados, se están exigiendo medidas enérgicas y políticas más eficaces para prevenir y castigar. Es este un ciclo trágico que se repite periódicamente, en especial cuando se aproxima un cambio de Gobierno. Las cifras no mienten. En 2004, cuando Antonio Saca asumió la Presidencia, se registraron 65 homicidios por cada 100 mil habitantes, frente a los 56 del año anterior. 2009 inició con un repunte de homicidios que se agudizó tras la instalación de las nuevas autoridades de seguridad pública: 2008 cerró con 52 asesinatos por cada 100 mil habitantes mientras que 2009, con 71.4. Esto se repitió en 2014 cuando asumió Salvador Sánchez Cerén. En los meses previos a la toma de posesión, el número de homicidios fue creciendo: 234 en enero, 247 en febrero, 309 en marzo, 284 en abril y 394 en mayo.

La tónica en las vísperas de un cambio de administración del Estado parece ser la misma: las pandillas o grupos del crimen organizado recrudecen la violencia para reposicionarse frente al nuevo Gobierno. En el fondo, la reiteración de estos hechos revela que las políticas de seguridad han fracasado. Si en cada año de toma de posesión se repite la misma historia y si cada día gran número de ciudadanos son víctimas de la delincuencia, es claro que las políticas de seguridad, incluyendo las manos duras y las medidas extraordinarias, no han cumplido con su objetivo. Es hora de pensar en otro tipo de soluciones. Clamar por más represión es de necios que cierran los ojos ante la realidad de un fracaso reiterado.

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