Toda muerte causada por la agresión de un ser humano contra otro es absurda, además de pecaminosa. Sin embargo, estamos rodeados de ese brutal absurdo. Incluso algunas personas que se mueven dentro de la legalidad quisieran poner la pena de muerte, pretendiendo corregir el homicidio con otro, cometido desde el Estado. Los seres humanos llevan dentro de sí el deseo de vivir en plenitud. Pero confundir la vida en plenitud con una existencia individualista y egoísta que lleva a la opresión de otros, al abuso o a la marginación, desemboca en el absurdo de la muerte entre hermanos.
Carla Ayala, la agente muerta en el entorno de la propia PNC, Walter Vázquez, sacerdote asesinado en Lolotique, y Karla Turcios, periodista de La Prensa Gráfica, son solo tres ejemplos recientes de una barbarie que nos enluta a diario. Frente a esta epidemia de brutalidad, que en ocasiones se recrudece y que nos impacta especialmente cuando las víctimas son mujeres, menores de edad o personas dedicadas al servicio a la comunidad, es necesario tomar acciones en el campo de la cultura y la educación, en el ámbito laboral y en las redes de protección social.
Si el Estado apenas protege a los ciudadanos, el sentido comunitario desciende y, por ende, crece el individualismo. Cuando la economía y las finanzas solo benefician a unos pocos, se multiplica la desigualdad. Cuando el derroche de una élite se convierte en señal de estatus y nivel social, el resentimiento fruto de la exclusión aumenta rápidamente. Si la cultura justifica un discurso que resalta los oropeles del individualismo consumista a costa de la verdad y la solidaridad, la búsqueda del éxito se convierte en una verdadera obsesión. Y cuando se asienta la ley del sálvese quien pueda y del triunfo del yo individual, la brutalidad y el asesinato se vuelven los protagonistas de la historia.
La legalidad, los derechos humanos, la solidaridad con los pobres y desfavorecidos de la historia son el único instrumento válido para enfrentar esa muerte absurda que se multiplica con tanta facilidad y constancia en nuestras tierras. La pregunta de Dios a Caín en el libro del Génesis, “¿Dónde está tu hermano, Abel?”, debe seguirnos resonando, porque la muerte de nuestros hermanos, muchos de ellos inocentes, nos afecta a todos. Y no solo debemos escuchar la voz de Dios, o al menos de la conciencia, ante las víctimas de este estilo homicida de vida que tienen demasiadas personas en todos los escalones de la pirámide social; tenemos que dar respuesta a esta situación que niega la fraternidad.
Dar respuesta luchando incansablemente por la reducción de la desigualdad, promoviendo la universalización de la educación desde los cero a los 18 años, instaurando un servicio público de salud universal y de calidad, asegurando la vejez digna con una pensión que alcance a todos y todas, protegiendo la familia y la estabilidad de los hogares, logrando que la seguridad ciudadana sea fruto de la justicia, de unos políticos íntegros y de una Policía apartada de la tentación de la brutalidad.