Mucho se habla de la actual violencia en el país sin tener en cuenta nuestra propia historia. Son más de cinco siglos de violencia. La violencia con la que los españoles colonizaron estas tierras fue seguida por la que ejercieron las élites criollas a lo largo de los casi doscientos años como nación independiente. A la fuerza se expropiaron las tierras comunales para desarrollar las fincas de añil, caña, café y algodón, y a la fuerza se garantizaron los trabajadores para las mismas. Con violencia se resolvieron los conflictos entre las clases dominantes y los pueblos originarios, llegando casi a exterminarlos. Baste recordar dos etnocidios: el de 1833, en Los Nonualcos, contra los indígenas liderados por Anastasio Aquino; y el de 1932 contra los indígenas de Izalco, con José Feliciano Ama al frente. De forma violenta y brutal se reprimió a los movimientos de obreros y campesinos, de estudiantes y profesionales que reclamaban derechos humanos. Igualmente se actuó contra los que apoyaban a la guerrilla o simplemente simpatizaban con su causa. La violencia estuvo también presente en la lucha contra la dictadura y en la búsqueda de la democracia. Con mano dura se pretendió controlar a las pandillas cuando todavía eran grupos con poco potencial criminal.
La nuestra es una historia de violencia. Violencia política, ejercida fundamentalmente por el Estado contra los que exigían respeto a los derechos humanos, que demandaban libertades individuales y políticas, o condiciones de trabajo dignas; violencia en la lucha de liberación emprendida por los movimientos guerrilleros como único camino posible para conquistar derechos democráticos y cambiar de raíz el sistema. Se tenía la esperanza de que la violencia cesara con la firma de los Acuerdos de Paz, que en enero de 1992 supusieron el fin de la guerra y la apertura de una etapa de transición democrática de mayor respeto a los derechos civiles y políticos. Pero en los años siguientes, la violencia social se intensificó y marca a nuestro país hasta el día de hoy.
Pero además de la violencia activa, a lo largo de nuestra historia ha abundado la violencia pasiva. Su principal forma ha sido la discriminación y negación de oportunidades a grandes sectores sociales, con su contrapartida de grandes privilegios para las élites dominantes. Una violencia ejercida por los poderosos con el apoyo del Estado, al que han utilizado desde su creación para enriquecerse a costa del empobrecimiento de otros. Una violencia institucionalizada que es fruto de una situación de injusticia que le niega a grupos muy grandes de nuestra población el derecho a un empleo digno, a un ingreso adecuado para mantener a sus familias, a tener oportunidades de educación y salud de calidad. La violencia pasiva puede ser incluso más dañina que la activa; causa impotencia y frustración, genera sentimientos de minusvaloración y deseos de venganza, provoca respuestas violentas.
La violencia de hoy no ha caído del cielo, tiene su sustento principal en la profunda y lacerante desigualdad, en la opresión de unos sobre los otros, en el absoluto desprecio por los pobres, por sus vidas y las de sus hijos. Esta violencia es heredera de las violencias activas y pasivas del pasado. Una violencia que sigue creciendo, imparable, cada vez más alarmante en número de homicidios, provocando situaciones de mucho dolor y sufrimiento, principalmente entre los pobres. Está claro que en la raíz de la violencia están la injusticia, la pobreza y la desigualdad. Ya lo decía monseñor Romero en 1977: “Mientras haya madres que lloran la desaparición de sus hijos, mientras haya torturas en nuestros centros de seguridad, mientras haya abuso de sibaritas en la propiedad privada, mientras haya ese desorden espantoso, hermanos, no puede haber paz, y seguirán sucediendo los hechos de violencia y sangre. Con represión no se acaba nada. Es necesario hacerse racional y atender la voz de Dios, y organizar una sociedad más justa, más según el corazón de Dios. Todo lo demás son parches”.
Ni en El Salvador ni en ninguna otra parte se logrará superar el flagelo de la violencia si no se está dispuesto a organizar una sociedad fundamentada en la justicia. Y para ello es necesario acabar con la violencia pasiva que provoca escandalosa inequidad y renunciar a los privilegios particulares que van en contra del bien común. Sin justicia social, sin empleos decentes, sin salarios que permitan vivir con dignidad, sin escuelas de calidad, sin una salud pública efectiva y al alcance de todos, sin oportunidades de estudio y de trabajo para la juventud, la violencia no cesará. Recuérdese que la paz brota de la justicia, y esta exige transformaciones globales, audaces, urgentes y profundamente renovadoras, que El Salvador no ha querido hacer.
Si se quiere paz, hay que enfrentar el problema desde sus cimientos, reconociendo la desigualdad injusta y patente, el empobrecimiento creciente de algunos sectores, la inseguridad y la vulnerabilidad en la que viven casi la mitad de las familias salvadoreñas, y tener una verdadera voluntad de cambiar esta situación. La violencia no se combate con más violencia. Solamente podremos ponerle paro desde una conversión personal y social, comprometiéndonos a promover una cultura de paz, de profundo respeto, de igual dignidad y derechos para todos. La violencia solo se superará si la anulamos en las dinámicas de la sociedad y actuamos con justicia y paz.