Inclusión, camino hacia la paz

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Editorial UCA
22/09/2014

En el marco de la celebración del Día Internacional de la Paz, que se celebra el 21 de septiembre por declaración de las Naciones Unidas, es oportuno reflexionar sobre los desafíos y dificultades que supone caminar por el sendero hacia la paz. En primer lugar, es importante recordar que la paz es mucho más que la ausencia de guerra. Implica disponer de todos los medios a favor de la vida humana. San Ireneo decía que la “gloria de Dios es que el hombre viva”; monseñor Romero lo tradujo a que “la gloria de Dios es que el pobre viva”, lo que nos parece una acertada aproximación al parámetro fundamental para la paz: donde la vida del pobre se dignifica, nos acercamos a la paz. En síntesis, relaciones justas.

En segundo lugar, se trata de eliminar el “mal absoluto”; en palabras de la Declaración de Paz 2014 de la ciudad de Hiroshima, “hay que trascender la nacionalidad, raza, religión y otras diferencias, valorar las relaciones de persona a persona y construir un mundo que permita el diálogo con miras hacia el futuro”. No avanzaremos en la eliminación del “mal absoluto” sin escucharnos desde las diferencias, desde el contraargumento, desde la crítica, desde el desacuerdo. Esto vale tanto para Palestina e Israel como para El Salvador. Este “mal absoluto” se muestra hoy como exclusión. Una exclusión crónica que ha dado lugar a la violencia con la que vivimos, y que tiene su máxima expresión en una exclusión económica y social que obliga a marcharse lejos para buscar el futuro que aquí no se vislumbra.

La violencia no es un fenómeno reciente. Ni siquiera de la guerra. En realidad, podemos encontrar atrocidades similares decenios de años atrás. Reciente es la toma de conciencia de su complejidad y de su impacto. Sin embargo, en los últimos veinte años no hemos sido capaces de atinar en nada para resolver el problema. Debería ser un lapso suficiente para caer en la cuenta de que ciertas modalidades de prevención, como programas deportivos y de entretenimiento, no son por sí solas efectivas frente a la violencia.

En este sentido, tenemos una urgente necesidad de revisar los presupuestos que subyacen a las políticas, programas y proyectos de prevención de la violencia; no podemos seguir por los caminos trillados de los planes de prevención que han fracasado. Debemos expandir nuestra visión de la violencia, dejar de entenderla como una problemática solo delictiva para verla como es: un fenómeno social que demanda respuestas sociales. Hay que entender que la violencia tiene su raíz en la exclusión.

Inclusión es lo opuesto a exclusión, aunque su sentido no termina de captar la necesidad histórica de superar este “mal absoluto”. Por eso, en sí misma, la inclusión es el punto de partida para alcanzar la paz. Hemos de generar procesos económicos inclusivos; dinámicas productivas que den trabajo digno. La lógica de la inclusión no puede ser cuidar primero el propio bolsillo, especialmente si está lleno, sino garantizar la vida de los más pobres. La realidad muestra las dificultades de este largo y sinuoso camino hacia la paz, fundamentalmente porque suenan voces fatuas que, hipócritamente en nombre de la paz, erigen monumentos a la exclusión con sus afirmaciones sobre la economía, la política, la seguridad y la sociedad.

Ahí donde podamos discutir las diferencias y optar primariamente por el bienestar de los excluidos, nos estaremos inclinando por la paz.

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