Según cifras oficiales de 2014 del Ministerio de Justicia y Seguridad Pública y de la Dirección de Centros Penales, somos el país con el mayor grado de hacinamiento en los espacios carcelarios disponibles. Para una capacidad que no llega a 10,000 plazas, las cárceles albergan a un poco más de 27,000 reclusos. De estos, 19,000 tienen entre 18 y 35 años de edad, 7,500 son pandilleros y el 80% no ha cursado el bachillerato. Hay otra serie de datos que merecen reflexión. Bajo el acápite de “delitos de mayor incidencia” atribuidos a los presos está, en primer lugar, el homicidio, del que están acusados o condenados el 30%. El 15% está encarcelado por extorsión y el 12%, por robo. Llama la atención que la violación sea el cuarto delito en importancia, con prácticamente un 8%, y que los crímenes vinculados a la droga estén cerca de ser achacados al 7%. Lo que las autoridades llaman “delitos de menor incidencia” (no menos graves, pero sí menos frecuentes) corresponde al 21% de los encarcelados.
Si siendo este uno de los países con más homicidios del planeta tenemos a la vez un grado superlativo de hacinamiento carcelario, algo está fallando en la prevención del delito. Y el hacinamiento es casi siempre fuente de agresividad. De modo que es muy probable que quienes salen de la cárcel sean más agresivos que cuando entraron. Pero este tema nunca ha preocupado demasiado. El hecho de que un 30% de los presos haya cometido o esté acusado de homicidio, siendo este el delito más repetido, nos habla también de la cultura de violencia que no hemos sabido enfrentar. En el índice de paz global elaborado por una serie de institutos dedicados a la promoción de la paz, El Salvador está en la posición 111 de entre 158 países estudiados.
Y eso que de los 23 indicadores analizados son pocos los que nos atañen. Pero el número de homicidios, la cantidad de armas en la calle y otros rasgos de violencia hacen que estemos catalogados como menos pacíficos que algunos países con guerrilla activa. Mientras la media europea de encarcelados no llega a los 200 por cada 100,000 habitantes, nosotros tenemos 457. Y mientras en esos países el robo y el hurto son los delitos más frecuentes en los encarcelados, aquí es el homicidio. La cultura violenta se viene fomentando desde hace muchos años en El Salvador, con la desigualdad socioeconómica, la impunidad, las débiles instituciones y la corrupción de las élites. Es ese el caldo de cultivo en el que la violencia crece y se multiplica.
Como dijimos, el 70% de los presos está entre los 18 y los 35 años. En otras palabras, en su mayoría, gente joven. Y destacamos como el país donde la mayor parte de las víctimas de homicidio son también jóvenes. No hay duda de que algo estamos haciendo mal, muy mal, con respecto a la juventud. Los jóvenes son los que más sufren la violencia, constituyen mayoría en las cárceles, padecen abusos físicos y sexuales con más frecuencia, son los peor pagados laboralmente, los más obligados a migrar. ¿Nos extraña que sean también los que más delinquen? Dadas estas condiciones, casi parece milagroso que solo el 16% esté en prisión por haber reincidido en el delito.
Este panorama nos devuelve a la responsabilidad ineludible con la juventud. En las recomendaciones del Consejo de Seguridad, que esta semana se presentan al Presidente de la República, se insiste en generar empleo decente, y de un modo masivo, para los jóvenes. Es, como otras de las recomendaciones, una necesidad imperativa. No podemos maltratar a los que solemos llamar el futuro de la patria. No podemos fomentar la violencia de los jóvenes para después satanizarlos. Si una obligación tiene esta sociedad con los jóvenes es reconocer que los trata mal. Y no solo en las cárceles, sino en muchos ámbitos de la vida social. Y tiene por tanto la responsabilidad de cambiar, de ofrecer a los jóvenes lo que se merecen: educación, salud, trabajo digno, esperanza de vida, apertura a un futuro mejor.