Los jóvenes les han pedido a los partidos políticos una campaña de altura. Buena petición, y a la que con toda seguridad responderán los partidos diciendo "sí". ¿Pero lo cumplirán? Para que la opinión pública esté conscientemente advertida, creemos que es importante hoy reflexionar sobre lo que es una campaña de altura.
No insultar es la primera exigencia. Todo lo que es denigrar, difamar, atacar sistemáticamente la buena fama de las personas, no hace más que mostrar la bajeza de quien insulta. Por supuesto, si existen y están comprobados, se deben aclarar y difundir datos negativos de los candidatos. Pero una cosa es decir que tal candidato tuvo tal problema y otro dedicarse sistemáticamente a lanzarle el insulto correspondiente. Si ha mentido alguna vez en torno a sus propósitos o en su calidad de funcionario público, puede y debe mostrarse la mentira. Pero no se debe llamar sistemáticamente mentiroso al candidato solamente porque se demuestre que una vez mintió.
Y hablando de mentiras, por supuesto no se debe mentir en la propaganda política diciendo y afirmando cosas que sabemos no van a suceder. Exagerar contra el enemigo no es la mejor manera de conseguir credibilidad personal.
Aunque la parte negativa, no hacer esto o no hacer aquello, es indispensable para una campaña de altura, no menos indispensable es que la campaña tenga claridad, responsabilidad con lo que se dice y debate serio sobre la problemática de El Salvador. Por ejemplo, si la pobreza ha crecido en nuestro país, como de hecho ha pasado, el tema debe analizarse con seriedad, las causas deben ser explicitadas desde la óptica de cada candidato, y las soluciones al problema deben ponerse sobre el tapete del debate de un modo comprensible. Más que promesas vacías, es indispensable que se explique cómo se va a revertir esa tendencia al empobrecimiento de los últimos dos años, el actual y el anterior.
Los planes de gobierno dejan mucho que desear en lo que a claridad respecta. Se promete una serie de acciones sin fecha, sin cantidades claras, sin informar de dónde se va a sacar el dinero para implementar ciertas medidas. Se rehúye la información que puede traer debate con algunos de los poderes fácticos de El Salvador, y en general se oculta lo que se quiere hacer verdaderamente.
Los jóvenes están hartos de insultos, de agresividad y, sobre todo, de esa falta de claridad que tiende a convencerles que lo que va a venir es, una vez más, más de lo mismo, sea cual sea el color de la camiseta.
Los jóvenes quieren sentirse parte de los procesos, poder observar activamente las elecciones, a pesar de la lentitud de este Tribunal Supremo Electoral, tan deficiente y lento, que no publica el reglamento para observadores electorales internos. Quieren conocer las propuestas concretas de desarrollo, los planes de implementación de las mismas, los presupuestos que se van a destinar para realizarlas y los tiempos en que serán llevadas a cabo. Ya pasaron los tiempos de las promesas charlatanas y las mentiras electorales, aunque algunos políticos no se hayan dado cuenta todavía.
Los políticos tradicionales suelen pensar que los jóvenes sólo sirven para corear consignas y aguantar en la cama de los carros agitando banderas. Piensan también que a medida que crezcan se podrán asimilar a ese estilo corrupto e irresponsable, en el que el dinero y las subidas de salario son más importantes que las funciones públicas. Pero los jóvenes, cuando piden una campaña de altura, les están diciendo también que están hartos de un modo de hacer política que ni es provechoso ni es decente. Que quieren una política de servidores públicos y no de dignatarios públicos. De personas responsables y no de personalidades dotadas de inmunidad e impunidad. Política de realidades, de transparencia, de responsabilidad y evaluación, y no de frases altisonantes, insultos e indiferencia real ante el dolor de los más pobres. Cuando les dicen que quieren campaña de altura, les dicen, en definitiva, que si no cambian, el futuro los terminará barriendo un día, como se barren los restos de una fiesta carnavalera. Escuchar a los jóvenes sería mucho mejor para los políticos que escucharse a sí mismos.