Construir la paz es objeto de bienaventuranza en el Evangelio de Jesucristo. Y en El Salvador es una necesidad y una exigencia de primer nivel que, aunque deseada por casi todos, todavía no ha sido asumida por la mayoría. Porque asegurarse a sí mismo contra la violencia, buscar la seguridad individual, huir del peligro no es construir la paz que deseamos para el país. Construir la paz significa comprometerse cada uno a poner los valores, actitudes y posiciones sociales o políticas que conducen a ella. No se construye con violencia, insultos, chismes o con siembra de discordia. Los gritos en el hogar no contribuyen a la paz, aunque parezca que lo que sucede dentro de las cuatro paredes hogareñas es algo privado. Y más cuando los gritos son contra los jóvenes, dañando su autoestima y acrecentando su agresividad.
Tampoco se la construye satanizando a todo aquel o aquella que no piensa como uno. Los políticos, cuando hacen predominar el insulto y la maniobra sobre el discurso racional, atizan la violencia. Si los que tienen en sus manos el destino del país compiten para ver quién tiene más agresividad en el discurso, no hay que extrañarse que quienes les sigan muestren mayor agresividad todavía. Se podrá decir que en otros países los políticos también se gritan. Pero con frecuencia allí tienen mayor eficacia institucional a la hora de llegar a acuerdos y solucionar conflictos. Nuestro problema es que venimos de unas épocas recientes en las que de la discusión y el debate personal se pasaba con demasiada frecuencia y rapidez a la agresión física, al machete o al gatillo fácil. El machismo y el racismo que se manifiesta menospreciando a las personas por rasgos externos que indican posiciones sociales de inferioridad socioeconómica son dos plagas que permanecen entre nosotros como semillas del mal, generadoras siempre de diferentes formas de violencia.
La corrupción, a cualquier nivel, compromete la paz. Cuando se da en las altas esferas del Estado, la ruptura de valores sociales es inevitable. Acá hemos tenido presidentes corruptos en los tres poderes de la República. Y no uno, sino varios en los últimos treinta años. Corruptos y generalmente impunes, para mayor desmoralización social. Hemos pasado además indiferentes ante la desigualdad. En círculos empresariales, hablar de ella parece de mal gusto. Y en el Gobierno, aunque se reconoce, no se ve voluntad política real de enfrentarla con los mecanismos adecuados. La paz se construye con actitudes fraternas y amistosas, con la aceptación de que todos somos capaces de dialogar y obtener frutos de ello. Si no podemos solucionar los problemas personales por la vía del diálogo y de las instituciones, difícilmente crearemos una cultura de paz.
Las exhortaciones a los valores pueden quedarse en deseos hipócritas cuando no se considera al interlocutor como una persona válida para llegar a acuerdos racionales. Y si no somos capaces de extender el diálogo a los problemas sociales, culturales y económicos del país, jamás viviremos en una paz social básica. Hay que extenderlo a los grandes temas que afectan a la población. El trabajo con salario digno o decente hay que lograrlo, por lejos que estemos todavía de él. La salud con un sistema público único, incluyente, de calidad y universal para todos los salvadoreños, es indispensable para que la gente se sienta tratada desde la fraternidad y la igualdad en dignidad. La educación necesita una inversión que duplique la actual para ser eficaz tanto en el camino hacia el desarrollo socioeconómico como en dar a los jóvenes el desarrollo adecuado de sus capacidades.
Al final, tenemos que estar dispuestos a caminar hacia un nuevo tipo de civilización. La idolatría de la riqueza, que monseñor Romero denunciaba como una de las causas de la violencia y los enfrentamientos, no ha desaparecido. Nuestra civilización, si así puede llamarse, está más apoyada en el capital que en la solidaridad o en el trabajo. Repensar El Salvador es indispensable para construir la paz. Y aunque hay indicios de que se quiere avanzar hacia ese pensamiento de conjunto, lo cierto es que aún no se han dado siquiera los primeros pasos serios y que hay personas y grupos poderosos que no quieren darlos. Un cambio de actitud y perspectiva es indispensable si queremos vencer la plaga de la violencia y construir una paz duradera.