La expresión más dolorosa del índice de criminalidad que padece nuestro país es el gran número de homicidios que se registran a diario. La población no sólo se siente insegura, sino que en un buen porcentaje es víctima real de esta criminalidad en la que vivimos. Los últimos estudios señalan que casi una cuarta parte de los salvadoreños ha sido víctima de un hecho delincuencial en los últimos doce meses.
Ciertamente, atacar la criminalidad es una necesidad perentoria, demandada por la mayoría de la ciudadanía. Ello requiere de un gran esfuerzo nacional, de los recursos adecuados y de la constancia de todas las instancias relacionadas con la materia: la Policía Nacional Civil, la Fiscalía General de la Republica, el Consejo Nacional de Seguridad Pública y el sistema judicial. Estudios y reflexiones realizados en la UCA han mostrado con suficiente claridad que si bien en todas estas instancias hay dificultades, si bien todas ellas tienen parte de responsabilidad en la falta de éxito en la lucha contra el crimen, el principal cuello de botella está en la Fiscalía General de la Republica, que hasta la fecha ha mostrado un alto grado de ineficiencia.
La Fiscalía dispone de un enorme poder para combatir el crimen. En primer lugar, de ella depende que se admita una demanda o que se sobresea por improcedente o por falta de pruebas. Además, está en manos de la instancia coordinar con la PNC la investigación de los hechos delictivos, construir los casos y argumentar las acusaciones en contra de los acusados. Por ello, si la Fiscalía no realiza las funciones que le corresponden, no hay avance posible en la búsqueda de una mayor seguridad.
Veinte meses han pasado desde el nombramiento del actual fiscal general, Romeo Benjamín Barahona. A lo largo de su gestión, Barahona ha mostrado poco interés en que la Fiscalía cumpla con su misión y sea un eslabón fundamental en la lucha contra la impunidad. Por el contrario, el Fiscal General ha mostrado una gran fuerza para oponerse a decisiones y acciones que con seguridad permitirían una mayor eficacia en la lucha contra el crimen en nuestro país. Por ejemplo, a pesar de haberse aprobado desde hace más de un año la instalación de un centro nacional de escuchas telefónicas, este aún no existe debido a la inexplicable resistencia del Fiscal a firmar el convenio para recibir el apoyo financiero de Estados Unidos. Igualmente fuerte ha sido su oposición a la propuesta del presidente Funes de crear una comisión internacional de carácter especial para la investigación del crimen.
No se trata, pues, de que al actual Fiscal General le falte carácter o voluntad. Su problema es la ausencia de deseo de hacer bien las cosas y de que la Fiscalía General sea una institución eficiente en la lucha contra el crimen y la impunidad que reinan en nuestro país. Es gravísimo que este funcionario público, elegido para conducir una institución de importancia vital para la seguridad y el bienestar de la población, se permita no cumplir con sus obligaciones y siga en su puesto con toda tranquilidad.
Dado que el Fiscal General es elegido por mayoría calificada en la Asamblea Legislativa, esta debería pedirle cuentas de su gestión y exigirle que cumpla con su mandato constitucional. De encontrar base suficiente —y ya la hay—, la Asamblea debería tener la potestad de destituirlo y nombrar a una persona que reúna las condiciones para luchar eficaz y contundentemente contra el crimen. No podemos darnos el lujo de esperar a que el actual Fiscal General finalice su mandato para que llegue la ansiada seguridad. Si la Asamblea Legislativa no es capaz de resolver este problema, la sociedad debería unirse para buscar y exigir una solución pronta y adecuada a la situación de violencia desbordada que vivimos día a día.