El Salvador fue uno de los primeros países en firmar la Convención Americana sobre Derechos Humanos, en 1969. Al ratificarla pocos años después, se comprometió por tratado internacional a respetar la integridad de las personas, no torturar ni dar tratos crueles o degradantes, respetar la dignidad humana de los privados de libertad, no permitir que la pena trascienda más allá del delincuente. Garantizó, además, la presunción de inocencia y se comprometió a separar a los privados de libertad con sentencia condenatoria firme de aquellos que están siendo juzgados. La Convención continúa vigente; aún más, los compromisos establecidos en la misma fueron incorporados a la Constitución de la República. Si la Convención dice que “toda persona tiene derecho a ser indemnizada conforme a la ley en caso de haber sido condenada en sentencia firme por error judicial”, la Constitución añade que “habrá lugar a la indemnización por retardación de justicia”. Y de ahí nace una pregunta que cobra más fuerza en el actual contexto de régimen de excepción: ¿indemnizará el Estado a los inocentes detenidos durante varios meses o se limitará a presumir de haberlos soltado?
Hoy, cuando la Constitución se explica al gusto del poder y cuando la retardación de justicia penal se convierte en política oficial, es necesario reflexionar sobre qué hay de fondo. Los especialistas suelen decir que el derecho penal nace como un esfuerzo estatal por racionalizar la venganza privada, surgida en sociedades poco complejas como primer camino de justicia. Es decir, gracias a la organización y el desarrollo social, la justicia se traslada al Estado para que este medie entre el daño realizado a la víctima y los derechos que conserva el ofensor. Con el paso del tiempo y con el desarrollo de la reflexión sobre la dignidad de la persona, sus deberes y sus derechos, las leyes han ido incluyendo garantías que aseguren el respeto a los acusados de delitos.
Pero persiste en muchas personas y sectores la tendencia primitiva a la venganza, usualmente a causa de la ineficiencia y/o corrupción de tribunales y juzgadores. Muchos se alegran con el sufrimiento de los privados de libertad, desean que pasen hambre, que sean maltratados y vejados. Por lo general, eso solo cambia cuando familiares o amigos son detenidos y comienzan a sufrir vejámenes. Frente a la indiferencia, la burla, el desprecio e incluso el sadismo en perjuicio de los privados de libertad, el Estado y los Gobiernos tienen la responsabilidad de legislar y actuar teniendo la dignidad humana como centro. Deben cumplir y respetar los derechos humanos.
Ceder desde el Estado a sentimientos primitivos de venganza, por muy populares que estos sean, no solo riñe con la democracia, sino que lleva a graves confrontaciones e injusticias tanto en el corto como en el mediano y largo plazo. Un sistema judicial más dedicado a condenar que a analizar racional y legalmente las acusaciones presentadas colabora con la venganza. Las cárceles hacinadas, donde proliferan enfermedades y se prohíbe la visita de familiares no solucionan los problemas de delincuencia. Imponer castigos más allá de lo que dicta la ley crea resentimiento y agresividad. La justicia entendida como venganza primitiva destroza las posibilidades de convivencia. Y más en un país con profundas desigualdades, como es el caso de El Salvador.