La masacre en Gaza está despertando reacciones solidarias en todo el mundo. También de todas las Iglesias. En Jerusalén se han reunido católicos, ortodoxos, luteranos, melquitas, maronitas y toda una enorme variedad de confesiones cristianas, en contra de lo que ya no puede considerarse como un simple acto bélico sino como una masacre de inocentes. Cáritas Internacional, con el hondureño cardenal Rodríguez Maradiaga al frente, pide a voces un cese al fuego para evitar una tragedia humanitaria que ya ha comenzado a darse. No hay alimentos, medicinas, energía, hospitales que puedan funcionar, y sigue muriendo gente. Una quinta parte de las víctimas de los ataques son niños. Mujeres, ancianos, personas inocentes se suman a los muertos cada día. Algunas bombas israelíes han caído incluso en escuelas regentadas por el sistema de apoyo de las Naciones Unidas a la población palestina. La brutalidad de esta guerra trae a la memoria las guerras de anatema del antiguo Israel, impensables hoy desde todos los puntos de vista, incluido el propio pensamiento judío contemporáneo.
Nadie defiende el terrorismo, y sabemos que el movimiento Hamás lo ha practicado. Pero cierto tipo de guerras se convierten por sus propias dinámicas en verdaderos actos de terrorismo, aunque la legislación internacional no se haya decidido todavía a calificarlas de esta manera. Los "daños colaterales" —en frase tan utilizada por los militares guerreristas de las últimas contiendas bélicas— no son más que palabras diseñadas para invisibilizar la brutalidad, el terror y la terrible injusticia que provoca una guerra que masacra inocentes.
Israel tiene derecho a vivir; Palestina tiene derecho a ser un país libre, soberano y a que sus habitantes vivan en él con dignidad. La presión internacional debe orientarse siempre hacia ese doble acto de justicia. Incluso los palestinos nacidos en el territorio israelí actual, que son muchos, si quieren seguir viendo en dicho espacio, tienen que ser reconocidos como ciudadanos israelíes de pleno derecho. La negación de derechos a los palestinos que viven en zona israelí es vergonzosa y desdice totalmente del pensamiento más profundo de lo que los cristianos llamamos antiguo testamento, y de lo que Israel llama con total legitimidad el Libro de la Alianza. La opresión de los palestinos, que por nacimiento y ancestros tienen el derecho a vivir como ciudadanos en igualdad de condiciones en el territorio israelí, y la negación de sus derechos fundamentales ni ha conducido a nada bueno, ni seguirá produciendo efectos positivos en la convivencia entre judíos y árabes.
La guerra debe detenerse, un diálogo racional debe iniciarse, las injusticias deben repararse. Los palestinos hasta hace poco tenían que optar por pasaportes jordanos si querían salir de Israel, incluso habiendo nacido, ellos y sus antepasados, en dicha tierra. Y si querían después regresar a su propia tierra tenían que hacerlo en calidad de extranjeros. Hoy, aun gozando de autonomía en un pequeño territorio, siguen sufriendo diversos modos de marginación y maltrato. Siendo los palestinos musulmanes y cristianos, y en ese sentido parte de las tres grandes religiones abrahámicas (judaísmo, cristianismo e Islam), la guerra no tiene sentido. Como no lo tiene el terrorismo, venga protegido por un partido islámico o disfrazado de guerra legítima por el ejército israelí.
Las personas de buena voluntad, los pacifistas, los que deseamos un mundo más fraterno y humano, debemos insistir en el alto el fuego, denunciar cualquier muerte de víctimas inocentes y oponernos a cualquier tipo de guerra que sistemáticamente produzca las bajas civiles que está produciendo hoy la guerra de Israel contra la franja de Gaza.