Lo sucedido en Guatemala en los días recientes ha sido en El Salvador motivo de ánimo para algunos y de rechazo para otros. Prácticamente la totalidad de las miradas se han fijado en el papel de la ciudadanía guatemalteca, que pudo, por primera vez en su historia reciente, deponer a un Presidente. Desde que la Comisión Internacional contra la Impunidad diera a conocer el 16 de abril los resultados de sus investigaciones sobre un millonario fraude aduanero, en el que aparecieron implicados funcionarios de alto rango del Gobierno, miles de guatemaltecos se volcaron a las calles para exigir un alto a la corrupción. El desarrollo del caso supuso la suspensión de la inmunidad, primero, para la vicepresidenta, Roxana Baldetti y, finalmente, para el presidente, el general retirado Otto Pérez Molina. Ambos, ahora detenidos, enfrentan la justicia.
Indudablemente, el papel de buena parte del pueblo guatemalteco ha sido un factor determinante para el actual desenlace de esta coyuntura. Es un signo esperanzador para la democracia que la ciudadanía haya ejercido de tal manera su poder sobre los funcionarios públicos. Pero para entender mejor lo sucedido en Guatemala, es necesario reconocer que la ciudadanía ha sido solo uno de los dos actores protagónicos que propiciaron esta histórica situación. El otro actor, del que nadie habla y que a muchos incomoda su simple nombramiento, es el Gobierno estadounidense. En pocas palabras, el desarrollo y desenlace de la situación guatemalteca no hubiera sido el mismo sin la participación de la embajada de Estados Unidos. Ni siquiera los hechos que despertaron a la sociedad guatemalteca en contra de la corrupción hubiesen tenido lugar sin la participación del país del norte. Sus intereses siempre están en primer plano. De hecho, la frontera de Guatemala con México ha sido definida ya como la verdadera frontera sur de los Estados Unidos, donde debe ponerse alto al flujo de migrantes hacia sus tierras. Y un Gobierno que convive con la corrupción, la impunidad y el crimen organizado no era buen prospecto para los planes estadounidenses.
Desde la creación de la Comisión Internacional contra la Impunidad, a pedido del propio Gobierno guatemalteco en 2007, la embajada estadounidense se convirtió en su principal soporte. Uno de los principales, sino el principal, financista para el funcionamiento de la Comisión ha sido Estados Unidos. El actual embajador, Todd Robinson, expresó pública y reiteradamente su apoyo tanto a la Comisión y al comisionado, Iván Velázquez, como a la fiscal general, Thelma Aldana. La embajadora norteamericana en El Salvador, calificada por algunos como injerencista, sería solo una principiante comparada con el papel que ha jugado su homólogo en Guatemala. Desde que la Comisión revelara los resultados de sus investigaciones, el embajador Robinson expresó públicamente que la Corte Suprema de Justicia debía comenzar el proceso para recomendar el retiro de la inmunidad a la Vicepresidenta. Cuando Iván Velásquez le pidió a la Corte que dictaminara si el Congreso debía formar una comisión investigadora para decidir si se debía o no retirarle la inmunidad al Presidente, Robinson animó a los legisladores a que actuaran con celeridad. La comisión investigadora del Congreso fue nombrada el jueves 27 de agosto; un día después, el viernes 28, decidió unánimemente que se debía retirar la inmunidad al Presidente. Finalmente, el martes 1 de septiembre, los 132 diputados presentes en la sesión votaron a favor del retiro de la inmunidad.
Por supuesto, no se está afirmando que lo sucedido en Guatemala sea malo o desmerezca aplauso. Sin embargo, hacer cuentas alegres pensando que todo ha sido gracias al despertar ciudadano es no ver el panorama completo y equivocarse tanto en el análisis como en las conclusiones. Peor aún, equiparar la situación de Guatemala con la de El Salvador es artificial y forzado, no hace honor a la verdad. Ni por asomo se puede comparar, en materia de corrupción, a los mandatarios de los dos países. Lo que no se puede dejar de hacer es sacar enseñanzas para nosotros. Según algunos analistas guatemaltecos, el embajador Robinson les leyó la lección a los grandes empresarios y les dijo que ya es hora de que paguen los impuestos que les corresponden, pues un país no se construye con desigualdad. Naciones empobrecidas y violentas situadas al sur de México, con empresarios mezquinos que no comparten el ideal de un país más equitativo y con Gobiernos corruptos no favorecen los intereses del país del norte.
En Guatemala hay conciencia de que la decisión de quitarle la inmunidad al Presidente fue tomada por un Congreso envuelto en la misma corrupción, y fruto de la presión de Estados Unidos, a través de su embajador. Nuestro vecino tiene la oportunidad de transformar sus estructuras. Si la sociedad guatemalteca se conforma con la renuncia y condena del Presidente, corre el peligro de solo sustituir a los actores de una trama de corrupción profundamente enquistada en el aparato de administración del Estado.