Entramos a partir de mañana en lo que llamamos los días grandes. La última cena, la muerte en la cruz y la resurrección de Jesús se celebran sucesivamente en jueves, viernes y sábado en la noche. Son los grandes acontecimientos de la fe cristiana, expresados en el símbolo de la memoria y la presencia fraterna de Jesús, en su muerte salvadora que pone el servicio y el amor como la base de toda acción humana perdurable, y la resurrección como triunfo definitivo de la vida y de lo que le da sentido: la entrega y la generosidad. Y entramos en estos días después de una serie de experiencias fuertes, que nos deben ayudar en la reflexión que hagamos a lo largo de este tiempo.
En febrero se anunció la próxima beatificación de monseñor Romero. Y en marzo se celebró con una alegría muy especial el aniversario de su martirio. La importancia de su beatificación fue reseñada múltiples veces. Se trata de un renovado modelo de santidad, expresado en su compromiso con los pobres, en la incidencia política que busca siempre la construcción de la justicia y la paz, en su denuncia valiente de las idolatrías contemporáneas. Su voz resonó y sigue resonando en todo el mundo. Incluso las Naciones Unidas dedicaron en su honor el 24 de marzo, día del derecho de las víctimas a la verdad y a la justicia. Dos días después, el 26, una manifestación ciudadana en favor de la vida, la paz y la justicia reunió a una gran cantidad de personas, que expresaron su renuncia a la violencia y su deseo profundo de una convivencia social pacífica, solidaria y justa. Sin duda fue la mayor concentración de personas en una manifestación en lo que va de este siglo XXI.
Ese mismo día, ocho personas murieron en un enfrentamiento armado con la Policía. Trágico acontecimiento que señala lo duro de nuestra realidad e historia, tan jalonadas de violencia en medio de los deseos de paz social de la mayoría. Las enormes desigualdades económicas y sociales, la corrupción, la debilidad de las instituciones, la idolatría de la riqueza y del consumo siguen generando violencia y víctimas. Los salvadoreños con fe y con esperanza en el futuro, que somos los más, no queremos víctimas de ninguna clase. Ni víctimas inocentes, cuya muerte con tanta frecuencia nos conmueve e indigna, ni víctimas de la propia vida desesperada y violenta.
La muerte nunca se puede considerar como instrumento válido de solución de conflictos. La violencia engendra violencia y la muerte multiplica el dolor y el espíritu de venganza. La Semana Santa, contemplando a la víctima inocente Jesús, y viendo también a los zelotes que morían crucificados a su lado, es un clamor por la paz y el pacifismo que no siempre los cristianos hemos respetado. Pero es evidente que los llamados bandidos crucificados al lado de Jesús se parecen más a Él que los fariseos que al pie de la cruz se burlaban de Cristo. La violencia brutal no es solución ni para erradicar la diferencia y la disidencia, ni para eliminar a los violentos.
Semana Santa, tiempo de paz para todos, significa, según el papa Francisco, “salir de nosotros mismos para ir al encuentro de los demás, a la periferia de la existencia, a los más alejados, a los olvidados, a quienes necesitan comprensión, consuelo y ayuda”. Que estos días grandes signifiquen para nosotros esperanza, porque tenemos santos pacíficos como Romero y Rutilio. Que signifiquen también compromiso con la paz y la justicia que todos deseamos. Si la reflexión de estos días nos lleva a ser constructores de paz, podremos decir que hemos vivido la Semana Santa según el corazón de Dios.