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Viendo la situación desde fuera de Honduras, la estrategia de Micheletti y de sus militares golpistas parece la de ganar tiempo. Reprimen a los demócratas que reclaman el retorno de Zelaya y hacen tiempo para llegar a las elecciones. Piensan que si éstas se realizan, a la comunidad internacional no le quedará más remedio que reconocer a las nuevas autoridades. Y así, aislados los opositores internos al golpe, será más fácil reprimirlos y sofocarlos.

Sin embargo, esa política se vislumbra cada día más irreal. Las elecciones controladas por un gobierno golpista difícilmente serán tranquilas y pacíficas; difícilmente la gente podrá acudir a votar sin amenazas. Y tampoco serán reconocidas por la comunidad internacional. Algunos países, y no sólo los del ALBA, están ya hablando en sus cancillerías de ese posible escenario, y de no reconocer como democrático al nuevo Gobierno que surgiera de las posibles elecciones. El problema se agravará en vez de solucionarse, porque ni quienes luchan contra el golpe se van a quedar callados, ni la comunidad internacional dejará de protestar frente a lo que es un gravísimo atentado contra la estabilidad democrática regional.

El Plan Arias, un plan racional y moderado de salida de la crisis, es rechazado por la banda de Micheletti en uno de sus puntos fundamentales: el retorno de Zelaya. Zelaya, por su parte, acepta la amnistía y el establecimiento de un Gobierno de unidad nacional, que podrían ser los puntos más conflictivos para el sector que lo apoya. El peso de la intransigencia está sin duda en Micheletti y su grupo. Por ello, la comunidad internacional y, en particular, el Gobierno de El Salvador deben reforzar su actividad política y diplomática en favor de la restitución de Zelaya. Y hacerlo pronto y con intensidad, pues la estrategia de Micheletti consiste exclusivamente en lanzar los problemas hacia adelante y agravarlos. El tiempo no juega en favor de la tranquilidad y la pacificación, sino en contra de ellas. Y juega sobre todo en contra de la propia democracia y en favor de un futuro más imprevisible y ciertamente más miserable, más duro, con menos desarrollo y más violencia.

Sentar una vez más el precedente de que los militares pueden tomar decisiones por encima de la democracia y de la ley es grave para todos. Cuando han hecho eso, no se han conformado con cambiar Gobiernos, sino que han matado y violado impunemente derechos humanos fundamentales. La historia de América Latina está manchada con demasiada sangre como para permitir que los golpistas permanezcan en el poder o queden como vigilantes del mismo.

Es muy probable que los militares hondureños recuerden los tiempos en que incluso un sólo militar, Oswaldo López Arellano, se dio el lujo de dirigir dos golpes de Estado. El primero, sangriento en 1963; y el segundo, generador de corrupción y, ya sin López Arellano, de muerte y violación de derechos fundamentales de la persona. Hoy la situación ha cambiado. El pueblo hondureño, como todos los pueblos latinoamericanos, no quiere militares en el poder, ni ejércitos por encima de la ley. Y la comunidad internacional ha respaldado este profundo sentimiento de nuestro s pueblos, que no es más que la expresión de una conciencia cada día más clara de la necesidad de una democracia en la que se escuche la voz de las mayorías desposeídas y las instituciones estatales tengan verdadera responsabilidad solidaria. Presionar cada día más al gobierno golpista de Micheletti es sin duda urgente y necesario en Honduras, en América Latina y en todos los países que desean una democracia duradera y justa.

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