Para todos los cargos importantes dentro del Estado, especialmente aquellos que otorgan la capacidad de tomar decisiones que deben ser acatadas por otros, la Constitución exige “moralidad notoria”. Incluso prevé, en el artículo 67, la posibilidad de prohibir el ejercicio privado de la profesión de la salud a quienes proceden con “manifiesta inmoralidad o incapacidad”. Sin embargo, no aclara qué se debe entender por moralidad. Deja el tema de tal manera impreciso que al final los mismos funcionarios del Estado o los políticos terminan confundiendo moralidad con ausencia de delito comprobado, algo muy distinto de lo que en realidad significa moralidad, que, además de la referencia a la capacidad de distinguir entre el bien y el mal, tiene una clara relación con determinados valores. Si se busca en cualquier cultura una lista de valores morales, se encuentran fácilmente la justicia, la generosidad, el agradecimiento, la compasión y la solidaridad. En general, estos valores se relacionan con la igual dignidad de la persona.
Desde estas ideas es importante analizar si la moralidad notoria exigida a nuestros gobernantes está ligada al respeto a la igual dignidad de las personas, y no de palabra, sino con hechos. Por ejemplo, es importante preguntarse por el salario de todos los que supuestamente están dotados de moralidad notoria y trabajan en el Estado. ¿Cobran un salario solidario con el ingreso promedio de los hogares salvadoreños? Todo parece indicar que no. Aunque, según la Dirección General de Estadística y Censos, el ingreso promedio nacional anda en torno a los 600 dólares mensuales y en el gran San Salvador cerca de los $800, los salarios de los funcionarios importantes al menos triplican esas cantidades. Y no solo eso: los hechos indican que no les preocupa luchar contra la desigualdad económica y social, crónica en el país, o contra la pobreza, que prácticamente afecta a una tercera parte de los salvadoreños. ¿Se le puede llamar moralidad notoria a la indiferencia ante la pobreza y la desigualdad?
En el terreno de la justicia el problema es semejante. Dedicar escasos recursos para investigar y enjuiciar crímenes de lesa humanidad muestra una desigualdad. La Fiscalía prefiere dar prioridad al caso de un supuesto delito contra la mujer negado por la supuesta víctima que atender e investigar casos claros de violación que corren el riesgo de quedar en la impunidad. Además, utiliza ese caso para atacar a un medio de información crítico con el poder político mientras relega u olvida miles de casos de violaciones reales. Si es que tiene, la moralidad de la Fiscalía es cualquier cosa menos notoria. Y cuando conviene a sus intereses, fiscales, jueces, diputados y gobernantes emulan a los fariseos del pasado, que colaban mosquitos y dejaban pasar camellos.
Quienes conocen de moral privilegian siempre las actitudes como camino de perfección en el campo del deber. La moralidad no puede ser considerada como una lista de acciones malvadas que no se deben practicar, sino como una actitud general de buscar seria y racionalmente el bien. Quien hace la ley hace la trampa, se dice. Y si no hay actitudes morales, es fácil convertirse en tramposo. Sobre todo si hay leyes, como la Constitución, en las que las palabras significan muy poco. Si moralidad no significa nada más que ausencia de condena por un delito, la corrupción está a la vuelta de la esquina, porque una moralidad sin actitudes y sin mayor contenido siempre la facilita.