Los teóricos y propagandistas de la guerra inventaron un término exculpatorio de los crímenes cometidos: “Daños colaterales”. Ya en el siglo XVI, quienes criticaban las guerras reconocían que en ellas podía haber víctimas inocentes. Pero a partir de mediados del siglo XX, los conflictos armados comenzaron a causar sistemáticamente más muertes en personas ajenas a ellos, como mujeres, niños y ancianos. Hoy, por lo general, mueren más civiles que combatientes. Los reclamos de las Iglesias o de las Naciones Unidas ante esta situación de injusticia y violación a derechos caen rápidamente en el olvido. Se ha naturalizado, se ha convertido en algo normal que muera más población civil, especialmente de sectores vulnerables, que combatientes. Los norteamericanos consagraron el término daños colaterales para justificar los abusos de sus guerras. La guerra de Israel contra Hamás es en la práctica una guerra contra la población civil de Gaza. Pero también en Sudán o en Etiopía, entre otros lugares, las guerras internas se convierten en masacres de civiles o incluso en verdaderos genocidios.
Esta naturalización de violaciones a derechos humanos se traslada con frecuencia a otros aspectos de la actividad social. La persecución del delito se convierte en algunos países, como el nuestro, en “guerra” contra la delincuencia y se termina dañando y golpeando a inocentes por la arbitrariedad con la que se procede. La violación a derechos humanos de personas inocentes se ha justificado en El Salvador aludiendo a daños colaterales, considerándolos normales en una guerra contra el crimen. Con el término “guerra” no solo se termina naturalizando que el enemigo carece de derechos, sino que las injusticias contra inocentes son normales por el fin que se persigue. El pensador renacentista Maquiavelo les decía a quienes tenían poder que era mejor “ser temido que amado”. Y para que quedara más claro, le recomendaba al gobernante que aprendiera a “comportarse como bestia y como hombre”. Sin necesidad de acudir a la lectura de los clásicos, muchas autoridades han optado por la mezcla de humanidad populista y uso del poder para infundir miedo y paralizar la acción social frente a los desafueros.
La naturalización del abuso de inocentes, aunque pueda crear miedo y parálisis social, beneficiando con ello a quien ostenta el poder, termina multiplicando la cultura de la violencia y generando conflicto. Un país que quiera vivir en paz tiene que perseguir el delito, pero no desde la violencia, sino desde la investigación y desde un sistema judicial eficiente y respetuoso de los derechos humanos. Lo contrario lleva siempre a perpetuar tensiones. Priorizar el diálogo y buscar un desarrollo inclusivo siempre es mejor que generar heridas y resentimientos. Los países centroamericanos deben ser vistos y comprendidos por toda la ciudadanía como proyectos de realización común, no como el triunfo excluyente de un sector de la población que se impone autoritariamente sobre los demás. Hace prácticamente cuatro años, en su carta Fratelli tutti, dirigida a todas las personas de buena voluntad, el papa Francisco decía: “Cuando se respeta la dignidad del hombre, y sus derechos son reconocidos y tutelados, florece también la creatividad y el ingenio, y la personalidad humana puede desplegar sus múltiples iniciativas en favor del bien común”. Las guerras y la minusvaloración de sus víctimas no hacen más que multiplicar los daños a la humanidad.