Una de las amenazas de campaña (porque no se le puede llamar promesa) de Donald Trump se ha comenzado a cumplir: levantar un muro —infranqueable, según él— entre México y Estados Unidos. En realidad, la medida dará continuidad al muro fronterizo que se lleva edificando desde 1994, en tiempos de la administración Clinton, para contener la migración desde el sur. El decreto que ordena la construcción del muro ha causado reacciones en todo el mundo. Sin embargo, pese a que la orden de Trump parece una involución en la historia de la humanidad, no lo es en realidad. Mientras internacionalmente se aplaudía el desmoronamiento del muro de Berlín y la caída del apartheid en Sudáfrica, otros muros se construían en diversas latitudes.
Muro hay en Cisjordania, haciendo imposible la vida de los palestinos. Sudáfrica, incluso después del apartheid, construyó un complejo laberinto de muros interiores y una barrera de seguridad electrificada en la frontera con Zimbabue. Arabia Saudita levantó una estructura de postes de concreto de poco más de tres metros de altura en la línea limítrofe con Yemen. India ha edificado barreras ante Pakistán, Bangladesh y Birmania, para desanimar la llegada de refugiados y evitar el tráfico de armas, entre otras razones. Y a esas barreras se suman las de Cachemira, Tailandia, Irán, China y un largo etcétera. Todos ellas comparten con el muro de Trump la misma característica: los erigen los poderosos en contra de los débiles. La justificación suele ser la misma: defender a poblaciones amenazadas de supuestos agresores, infractores o invasores.
Todo muro divide, pero la división no es solo material. Los muros son expresión de ideas que perpetúan injusticias. Aunque Trump y los que le apoyan no lo vean, toda barrera provoca daño no solo a quienes deja fuera, sino también a los que quedan dentro. En el caso de Estados Unidos, se busca justificar el muro como respuesta a la migración y el narcotráfico. Pero todas las paredes divisorias se caracterizan por desplazar la violencia y la amenaza del dominador hacia el dominado. Dan, sí, la imagen de poder, seguridad y tranquilidad a los que están dentro, pero esa tranquilidad y esa seguridad están hipotecadas.
Los muros son producto de la desigualdad social y económica. Como afirma el filósofo y sociólogo polaco Zygmunt Bauman, “cualquier clase de desigualdad social deriva de la división entre los que tienen y los que no tienen”. El sistema económico que rige al mundo ha generado una desigualdad sin precedentes en la historia de la humanidad. Precisamente, los muros separan las zonas más ricas de las más pobres. El modelo solo resuelve la vida de una fracción de la población; la otra parte, la mayoría, queda marginada y contra ella se levantan las barreras. Estas se construyen para protegerse de los excluidos del sistema.
Esta lógica no solo está presente entre los países, sino también al interior de ellos; por ejemplo, en las paredes que rodean y aíslan ciertas zonas residenciales. A más dinero se tiene, más fuertes e impresionantes los sistemas de control y monitoreo. Los extraños, los peligrosos, no pueden cruzar los muros, ni en Estados Unidos ni acá en El Salvador. El sistema económico genera tanta desigualdad que obliga a los que más se benefician de él a levantar paredes para protegerse y aislarse del mundo exterior y sus problemas. Todo muro es a la vez monumento al poder y muestra grotesca de la inconsistencia e inviabilidad de un sistema que produce multimillonarios a costa del empobrecimiento de la mayoría. Los muros, tanto entre países como al interior de los mismos, esconden y agudizan la desigualdad. Y por eso tenía razón Maquiavelo al afirmar que “las fortalezas, por lo general, son más dañosas que útiles.”