Nuestra cultura no democrática

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Que la mayoría de la población esté dispuesta a aceptar un gobierno autoritario, incluso en el caso de que llegue al poder por vías no democráticas, a condición de que resuelva los problemas económicos y sociales del país, es ciertamente lamentable, pero coherente con la ausencia de valores democráticos en nuestra sociedad. Por triste que sea, debemos admitir que en El Salvador son pocos los que de verdad creen en la democracia.

De manera más general, esta realidad salió a luz por primera vez en un estudio que realizó el PNUD en 2002 acerca de la democracia en América Latina. Entre otros datos dignos de alarma, la investigación mostró que 4 de cada 10 latinoamericanos incluso estaban dispuestos a soportar que los gobiernos tuvieran un cierto grado de corrupción con tal que hicieran que las cosas funcionasen. Recientemente, una encuestadora formuló preguntas similares en El Salvador y obtuvo resultados parecidos.

Así pues, al iniciarse la segunda década del siglo XXI, la democracia no es un valor realmente afincado en nuestra cultura, y ello explica lo dispuestos que están los salvadoreños a acudir al falso ídolo del autoritarismo a fin de obtener seguridad y bienestar económico. Pero, ¿por qué la democracia no ha echado raíces entre nosotros? Por un lado, porque no ha sido capaz de resolver los graves problemas de la sociedad. En los tiempos democráticos, se ha agudizado la desigualdad en nuestro país, no se ha alcanzado el bienestar que la población esperaba.

Por otra parte, no se le puede pedir a una sociedad como la nuestra que considere un bien fundamental a la democracia cuando los valores que le están asociados son conculcados constantemente. En buena medida, los responsables de que los valores democráticos no sean apreciados por la mayoría de la ciudadanía son todos aquellos funcionarios del Estado y representantes de los partidos políticos que con su acción diaria han convertido a la democracia en simple palabra muerta, mero recurso retórico, superficial barniz para ocultar los viejos modos autoritarios y elitistas de siempre.

Si una sociedad no tiene confianza en las instituciones propias de la democracia, como ha quedado de manifiesto en todos los estudios de opinión que se han realizado, no se les puede pedir a los ciudadanos que sean firmes defensores de ella. La desconfianza en las instituciones refleja que la sociedad percibe que estas responden a agendas distintas a los intereses ciudadanos y no se esfuerzan por buscar soluciones a los problemas reales de la población.

Así, nuestra democracia se ha reducido al acto de ejercer el voto en los procesos electorales. En contraparte, los ciudadanos elegidos para ocupar los puestos de diputado o alcalde no han sido en absoluto respetuosos de la voluntad popular expresada en las urnas. No son pocos los diputados y alcaldes que una vez en el cargo cambian de partido, ya sea obedeciendo a turbios intereses de minorías poderosas o porque no logran la cuota de poder que esperaban y que les garantice nuevamente un curul en la Asamblea u otro período en la alcaldía. Con ello han infringido profundas heridas a la democracia. Tampoco se genera cultura democrática cuando las promesas de campaña se incumplen una y otra vez, dejando en la mente ciudadana que la palabra dada en campaña nunca se convierte en realidad.

La cultura democrática no se construye en pocos años, y menos a través de una gestión gubernamental plagada de imperfecciones y que se bombardea a sí misma. Parte esencial de la democracia es que el ciudadano sea tomado en cuenta, pueda participar en las decisiones y reciba la información estatal que requiera. La falta de transparencia, la multiplicación de los actos de corrupción, la ausencia de justicia, la impunidad rampante, la marginación de un gran sector de la población y la creciente inseguridad ciudadana son graves fracasos de un sistema democrático; y en la medida en que comprometen el bienestar de los ciudadanos, síntomas de una sociedad fracasada.

Sí, nuestra sociedad está llena de actitudes antidemocráticas. Desde los males enumerados antes, pasando por el machismo transversal, hasta la común tendencia a resolver los conflictos por la fuerza y el poder, y no por la vía de la negociación y el diálogo. En este sentido, construir y formar en una cultura democrática es tarea de todos; requiere de un esfuerzo nacional que debe iniciar en las escuelas y fortalecerse en y desde la familia y las organizaciones ciudadanas. Y de la exitosa realización de ese esfuerzo depende la posibilidad de pasar página a los más oscuros capítulos de nuestra historia política y ciudadana.

 

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