Los dimes y diretes entre políticos solo constatan la escasa altura moral de sus protagonistas. A la hora de ventilar sus diferencias, expresidentes, diputados, alcaldes, exalcaldes y magistrados del sistema judicial exhiben públicamente sus miserias y dan un pésimo ejemplo al país. A El Salvador le urge renovar tanto el ejercicio de la política como a los políticos y funcionarios.
Lo que hoy llamamos espacio público tiene su precedente en la plaza pública o ágora, el lugar en el que los ciudadanos griegos se encontraban para discutir asuntos concernientes al gobierno de la ciudad. Aunque era un espacio con pocos participantes (el ingreso se reservaba solo para los que eran considerados ciudadanos), en él cristalizaba el ideal de una vida política presidida por el diálogo y la argumentación, dos elementos casi inexistentes en el ejercicio actual de la política salvadoreña. Acá los políticos no se reúnen para dialogar, sino para pactar acuerdos bajo la mesa. No intercambian posiciones, sino que se insultan. No hablan del bienestar de la población, sino de los intereses de los grupos a los que pertenecen o a los que representan.
El Salvador está urgido de entender la política como ese sitio público en el que se discuten, analizan y formulan colectivamente las decisiones que afectan a todos. Ciertamente, en las sociedades modernas no es posible aspirar a que los ciudadanos estén presentes físicamente en los ámbitos de discusión de lo público, pero hay otras vías. En principio, las instituciones democráticas representativas, como la Asamblea Legislativa, tienen el propósito de albergar a los representantes de la población para que hablen en nombre de los diversos sectores de la ciudadanía. Pero en nuestro suelo, la gente dejó de sentirse representada por los diputados hace ya buen tiempo.
Donde más se puede apreciar la devaluación de la política es en los espacios de debate de los medios de comunicación. Tanto en la radio como en los periódicos y la televisión, se privilegian tertulias y textos en los que el acontecimiento es más importante que la razón, el espectáculo que el debate y la imagen que la palabra cierta. En el país, la comunicación pública se ha convertido en superposición de monólogos. Aunque los hablantes estén frente a frente, muy rara vez tienen la intención de entender y de convencer al otro. Así, esos espacios no se utilizan para formar opinión, sino para ganar adeptos ideológicos y dar a conocer decisiones ya tomadas.
Además, en estos tiempos, la tradicional distinción entre lo público y lo privado se ha vuelto muy débil. Mientras los funcionarios se escudan en el respeto a la privacidad para no revelar actividades ilegales relacionadas con sus puestos, se bombardea a la ciudadanía con noticias de embarazos, bodas y divorcios de gente cuya única singularidad es vivir del espectáculo de su inanidad. Hay una dinámica de privatización del mundo común y de empobrecimiento del espacio público. Para muchos, lo público se ha reducido a un escenario de reclamación de beneficios privados.
Con los elementos anteriores, no extraña la apatía de grandes sectores de la población, sobre todo de la juventud, hacia el ejercicio de la política. Por ello, es una necesidad renovarla para que vuelva a su objetivo original de velar por el bien común y esforzarse por que los intereses de las mayorías priven sobre la pura lógica económica. La política, en tanto espacio en donde se discuten argumentos y se toman acuerdos sobre la sociedad, debe fundarse en el diálogo y el entendimiento. Así entendida, va de la mano con la formación de comunidad y de dar sentido al país. La ambición más valiosa de la política debe ser promover un ideal positivo de convivencia; una convivencia ciudadana en armonía, que tenga como valor fundamental el trabajo conjunto para el bien de la mayoría. Las personas que entiendan así la política deben ser las que ocupen cargos de servicio a la sociedad, lejos del exhibicionismo cavernario de los que hoy nos dirigen.